martes, 2 de abril de 2019

Sobre un cuadro de Caraffa, intervención en el museo Evita. Año 2018.


Sobre “Entierro  en la aldea” de Emilio Caraffa (1891)
Marzo 2019- Gonzalo Vaca Narvaja

I

En el año en que esta pintura se hacía, en chile se sublevaba la armada con anuencia del Congreso contra el presidente Balmaceda, se promulgaba la Constitución de Brasil, mientras en Madrid se inauguraba el edificio del Banco de España. El Papa León XIII recibía a la futura Beata Petra de San José y promulgaba la primera encíclica Rerum Novarum, el político Danés Frederik Bajer fundaba la oficina internacional de la Paz y entre otras cosas, Emile Zola publicaba “el Dinero”, Oscar Wilde, “El retrato de Doran Gray” y Conan Doyle, “Las aventuras de Sherlock Holmes”.

Aquí entre la bruma de una tarde gris Emilio Caraffa nos regalaba esta pintura que hoy contemplamos en el mismo año en que moría Rimbaud y un escritor checo llamado jan Neruda.
Solo coincidencias entre otras historias ocultas, silenciadas y olvidadas.

II

Hay una penumbra que todo lo envuelve/ una espesa niebla con algunos contornos de algo impredecible, estático y brumoso.
El silencio/ un hondo silencio se encamina sobre el costado izquierdo/ sin prisa/ donde se ha detenido el juego y los colores uno a uno se diluyen en la quietud de los pasos.
Lo que se nombra se calla / lo que se calla se recuerda en la frágil existencia de los que allí transitan.
Hay apenas un destello en las manos que no intentan elevarse en la plegaria / Una mirada lateral por donde huye para siempre lo que antes estaba entre nosotros. Los niños que saben, se abisman a sus primeros miedos y certezas.

Yo, que como ellos he caminado en los adioses sin plegarias, ni llantos, ni preguntas, sé que un abrazo falta a la hora de la risa.

¿A qué niño cargan esos niños? en ese ascenso lateral hacia la nada. /
Cuando un niño se aleja de esta tierra un juguete se rompe sin sentido /
una pelota se pierde y una herida se asoma por la boca del mundo.

En el trazo secreto de esa mano y en el óleo oscuro que envejece, siento el destello de la rabia a la intemperie de lo humano.

¿A qué niño cargan esos niños?
En el centro de un árbol sin raíces, sin savia, ni hojas menos aún de frutos / un horizonte se abre irremediable a lo finito, como un corte visceral sobre los cuerpos.

¿A qué niño cargan esos niños? en la frágil barcaza de madera /
¿A qué mustio puerto dirigirá su proa sin más cerradura que el silencio para abrir el cielo.

Hay una trama invisible que recorre el tiempo / una quietud de tarde cansada en el paisaje / una inmensa desnudez entre los pasos.
Bajo la suela de viejos zapatos se descifra el enigma de lo ausente / un aire gris que llega con el frio.
¿Dónde descubrir lo que se avecina, lo que sigue de esta imagen, / el desafío de los dientes ya sin hambre y sin prisas.





III


Hay un frágil equilibrio
en la línea por donde caminan.
Si inclinara este cuadro
se caerían todos y con ellos
el mundo que habitamos.
Pero no.
Ellos permanecen
con lo que se lleva Dios a la hora de la muerte,
con un horizonte
que  se parece a su cabello
a veces motoso, lacio,
ceniciento o como en el cuadro:
gris macilento
lúgubre y mortecino.
Miro el cuadro con ganas de acariciar al perro,
-ése-
que arrastra los pies e inclina la cabeza como si hubiera perdido
un hueso, una media o un amigo.
Me apenan las tías pegadas de hombro a hombro
con ese frio de la tarde,
en las heridas que deja el aire
a través de la ventana.

El cura,  nada.
lejos de las tías, del perro, de los niños y de Dios.

Estoy convencido que si inclino el cuadro
se caerían todos y con ellos,
el mundo que habitamos,
como el papel de un caramelo que se deja rodar
sin que nadie lo note,
porque nadie quiere esa caja sin gesto, sin voz y sin vida.
Nadie quiere andar entre los escombros de una juguetería,
pisar los juegos más deseados,
escuchar el chirrido de la cuerda agonizando bajo el zapato.
Nadie.
Si algo está prohibido, si algo es indeseado
grotesco y asfixiante hasta el ahogo,
es el silencio de un cuarto donde antes había un niño
una calle a la hora de la siesta
refrescada cada tanto, con la brisa de las corridas,
las travesuras y el común y único grito. “a-tra-pa-me”.
Nadie.
Es que esa vieja de mierda o el viejo sin rostro
a veces buscan clavarnos el invierno en un día cálido.
Robarnos la sonrisa
y hundirla en el pecho como un alfiler,
como una invisible espina que nunca se asoma de la carne
y nos deja su pústula eterna adentro.
No, yo no quiero ese séquito de tristeza,
que esa procesión de ahogos se vengue del mundo
por los pecados que nadie ha cometido,
porque primero se vive y la vida trae entre sus cosas
un plato de comida.
Yo no quiero que los niños dejen de jugar
o los abrace el hambre
o la tristeza o el rechazo,
o el viejo guadaña los lleve de la mano con engaños
hacia lo hondo
y lo profundo del olvido.
¡qué va!
Emilio nos recuerda
lo que no debe ser.
Menos aún suceder.
Por eso el cuadro
por eso el pueblo
por eso la procesión
por eso la caja, el perro y el inútil cura.

¿Lo ven?
se llevan a la muerte
hecha ovillo en la cajita de madera.
Ese cajón puñal
ese cajón silencio
que recorta el cielo
donde hubo juego
risa
y otro tiempo.

Hay que ser poca cosa para querer llevarse
a un niño de una aldea
mejor peinarlo sobre la loma
cantarle una canción para que olvide,
y decirle que es un sueño.