jueves, 10 de septiembre de 2020

La entrevista

 

La entrevista

 

Gonzalo Vaca Narvaja

 

 


 

La historia de Jesús Isidoro Funes me impactó desde el comienzo. Quizás el impulso haya sido fruto de esa curiosidad típica de los que nos recibimos en la escuela de periodismo.

No lo sé.

Creo que confluyeron muchas cosas.

El hecho de que estuviera sin demasiadas motivaciones con respecto a mi profesión o que nuevamente me encontrara solo, después que María me dejara por un reconocido periodista de los medios, eran, entre muchas, esas extrañas conjunciones que hacían propicio adentrarme en un tema desconocido y ajeno a mí.

La hermana de Jesús Isidoro Funes se mostró un poco distante cuando la crucé en la conmemoración de la marcha del 24 de marzo. Allí entre saludos ocasionales de muchos, aproveché para presentarme y contarle sobre mi intención de realizar una investigación alrededor de la historia de su hermano, la cual me había impactado. Ella me miró indiferente entre los saludos de viejos ex compañeros y sobrevivientes del campo de concentración de la Perla. Luego de un silencio largo, que se mezclaba con algunas consignas propias de esa fecha, me dijo que podíamos conversar en otro momento. La verdad es que me había quedado con la sensación de que el proyecto navegaría en la nada.

En la mesa de mi departamento se encontraban apilados uno a uno los relatos y los recortes del diario que daban cuenta de la historia.

La triste historia de Jesús Isidoro Funes.

“El testigo silencioso del horror”, “Las consecuencias del espanto” eran algunos de los títulos de los periódicos. Venían luego las versiones taquigráficas de los ex compañeros que lo habían tenido como testigo presencial de cada uno de los tormentos a que fueran sometidos. Obreros, estudiantes, profesionales, adolescentes, mujeres y hasta niños, que uno a uno sufrieran los vejámenes más espantosos.

Tantos años de historia y tan poco aprendizaje por parte de nuestra especie, pensaba.

Y allí estaba él.

Jesús Isidoro Funes, un estudiante de 17 años enrolado en la UES. El frente estudiantil le decían. Era, por aquel entonces, estudiante de cuarto año del colegio Nacional Deán Funes. Un estudiante destacado, que se rehusó a tomar la bandera ya que consideraba que mientras existieran pobres en su tierra, para él era indigno portarla.

Obviamente peronista. Solo el peronismo es capaz de realizar tamaños desafíos. Bueno, digo, no siempre, claro. Hubo otros también disque peronistas que han dejado mucho que desear y más por pagar, pero esa es otra historia, y aunque el recorrido de Jesús Isidoro Funes se prestara para mucho, yo quería centrarme en el aspecto asombroso que rodeaba a todos los sobrevivientes de los campos de concentración. Ese misterio insondable y dantesco que se abría como un hueco en la historia y del que surgían sus profundos gritos por el solo hecho de pensar distinto. Increíble.

In-cre-i-ble, me repetía.

Cuando sonó el teléfono reconocí a María. Me empezaron a temblar la manos y supe en ese momento que la había perdonado, también que estaría dispuesto a verla y abrazarla si ella me lo pedía. Al fin y al cabo, historias son historias y lo que estaba en cuestión era esa manía de sujetar a otro como si fuese propiedad privada y eso estaba cuestionado. Pero no, a mi desilusión le sobrevino la emoción, ya que María era la intermediaria para una cita con la hermana de Jesús Isidoro Funes.

-No sé cómo has hecho, me dijo, para que Fernanda te reciba. En fin, y cuando iba a decirle lo que me estaba costando su partida, simplemente me cortó. Me quedé con el teléfono en la mano en una suerte de encrucijada. Los caminos eran sencillos y eran dos. En uno la entrevista y en otro la imagen de María. Obviamente ella había decidido por mí.

-Al llegar a la casa y sin preámbulos Fernanda me sentó en la cocina. Coloqué mis papeles, el grabador y esperé su regreso.

Al rato Jesús Isidoro Funes se encontraba frente a mí. Flaco, de unos inmensos ojos claros y pelo largo prolijamente peinado. Su hermana le acarició la cabeza, me miró y me dijo que nos dejaba solos. Yo intenté decirle algo, pero su espalda desapareció por la puerta que daba al patio. Me senté con vergüenza, lo miré a los ojos sin entender la que estaba sucediendo. No podía pensar que fuera una broma, ya que sería de las peores, tampoco que aquello hubiese sido una trampa tendida por María por algún rencor guardado en el tiempo. No. Encendí un cigarrillo y miré a aquel hombre silencioso mientras repasaba su itinerario.

Detrás de la historia de un golpe hay demasiados parpadeos, un sin fin de imágenes fraccionadas que una a una se disipan por el espacio, como si fuesen luces de una cámara que intenta sujetar las nuevas imágenes contrastadas con la últimas. Estaba decidido a permanecer con la mirada fija y la memoria en un play permanente de una cámara invisible sujeta por la mirada; de esa manera Jesús Isidoro Funes había transitado los años de permanencia en la Perla. Si bien lo habían colocado como advertencia para otros, como se coloca una maseta en una ventana, él significaba para los que atravesaron por el pozo un símbolo de perduración y silencio, incluso, como la imagen viva de la libertad, cuando ésta se ejerce de manera natural para distanciarse del mundo sin irse del mismo.

Entre golpe y grito, entre pregunta y silencio, entre conciencia y desmayo Jesús Isidoro Funes fue tejiendo en su memoria la infinidad de vejámenes que se abrían ante él como se abren las puertas a la salida de un galpón. Lo vestían y bañaban, lo peinaban y a veces acostumbraban a colocarle carteles que colgaban de su cuello como si se tratara de un espantapájaros en medio de una habitación siempre activa, por donde pasaban las dantescas imágenes del horror. De esa forma escribía en su mente cada uno de los nombres y cada uno de los recorridos de sus compañeros y de otras personas que atravesaban por aquel lugar para luego desvanecerse en la nada. Siempre quieto en silencio y sin pestañear, adherido de manera precisa a la silla que lo cobijaba inmóvil.

Con el tiempo sobrevino el territorio neblinoso del geriátrico en que lo depositaran hasta que su hermana lo hallara y se hiciera cargo de él. Los estudios médicos de toda naturaleza y los diagnósticos imprecisos que daban cuenta de un estado de salud perfecto que contrastaba con esa ausencia en la que transcurrían sus días. Sin pestañear, con la mirada fija en un punto distante, tan distante que en él era posible ver o intuir al menos, lo que se hallaba más allá de todo lo conocido.

Me pasé la mano por la frente, mis ojos en sus ojos y ellos en los míos, mi mano en su mano, hasta que su hermana tímidamente lo girara de su silla de ruedas y lo llevara al patio en donde lo esperaba su perro. Supe entonces que en la audiencia de los días venideros Jesús Isidoro Funes abría de salir de esa manera voluntaria de permanecer y de engañar a todos, para poder contar al fin y con lujos de detalle lo que había vivido de manera profunda en la Perla.

En la sala de audiencias muchos se taparon la cara al ver ingresar a Jesús Isidoro Funes llevado por su hermana. El llanto que provocaba era el mismo que habían arrastrado durante muchos años.

 Lo colocó frente del tribunal, mientras los represores separados por un vidrio, le hacían señas de manera burlona. La hermana le dio un beso en la frente y se sentó detrás de él.

El silencio entonces fue abrumador.

No volaba una mosca.

El secretario luego de leer los autos donde se refería la historia de Jesús Isidoro Funes se sentó. Todos los ojos se posaron en él, todas las miradas esperaban algo preciso que sabían imposible.

Jesús entonces parpadeó, y con sus párpados llegó al fin el derrumbe – una vez más- de tantas mentiras y olvidos de la que es capaz la historia.

Salí de la sala como se sale de un sueño, prendí un cigarro y me puse a pensar en la memoria de los árboles durante el otoño.