lunes, 30 de noviembre de 2020

El Diego

 

El Diego

 

 

Supongo que fue la casualidad y

esta manera de andar entre acertijos por el mundo

lo que hizo que arriba de todo

existiera un número

que siempre tendrá tu nombre

 

Y allí estarás irreverente y niño

con ese asombro de nombrar las cosas

y descubrirle los secretos a la vida

 

En la esquina de casa hay un chico

con una de trapo 

lee tu nombre en el cielo

y te reza una gambeta en el aire

 

Tanta alegría

no cabe en una vida



                Gonzalo Vaca Narvaja

jueves, 10 de septiembre de 2020

La entrevista

 

La entrevista

 

Gonzalo Vaca Narvaja

 

 


 

La historia de Jesús Isidoro Funes me impactó desde el comienzo. Quizás el impulso haya sido fruto de esa curiosidad típica de los que nos recibimos en la escuela de periodismo.

No lo sé.

Creo que confluyeron muchas cosas.

El hecho de que estuviera sin demasiadas motivaciones con respecto a mi profesión o que nuevamente me encontrara solo, después que María me dejara por un reconocido periodista de los medios, eran, entre muchas, esas extrañas conjunciones que hacían propicio adentrarme en un tema desconocido y ajeno a mí.

La hermana de Jesús Isidoro Funes se mostró un poco distante cuando la crucé en la conmemoración de la marcha del 24 de marzo. Allí entre saludos ocasionales de muchos, aproveché para presentarme y contarle sobre mi intención de realizar una investigación alrededor de la historia de su hermano, la cual me había impactado. Ella me miró indiferente entre los saludos de viejos ex compañeros y sobrevivientes del campo de concentración de la Perla. Luego de un silencio largo, que se mezclaba con algunas consignas propias de esa fecha, me dijo que podíamos conversar en otro momento. La verdad es que me había quedado con la sensación de que el proyecto navegaría en la nada.

En la mesa de mi departamento se encontraban apilados uno a uno los relatos y los recortes del diario que daban cuenta de la historia.

La triste historia de Jesús Isidoro Funes.

“El testigo silencioso del horror”, “Las consecuencias del espanto” eran algunos de los títulos de los periódicos. Venían luego las versiones taquigráficas de los ex compañeros que lo habían tenido como testigo presencial de cada uno de los tormentos a que fueran sometidos. Obreros, estudiantes, profesionales, adolescentes, mujeres y hasta niños, que uno a uno sufrieran los vejámenes más espantosos.

Tantos años de historia y tan poco aprendizaje por parte de nuestra especie, pensaba.

Y allí estaba él.

Jesús Isidoro Funes, un estudiante de 17 años enrolado en la UES. El frente estudiantil le decían. Era, por aquel entonces, estudiante de cuarto año del colegio Nacional Deán Funes. Un estudiante destacado, que se rehusó a tomar la bandera ya que consideraba que mientras existieran pobres en su tierra, para él era indigno portarla.

Obviamente peronista. Solo el peronismo es capaz de realizar tamaños desafíos. Bueno, digo, no siempre, claro. Hubo otros también disque peronistas que han dejado mucho que desear y más por pagar, pero esa es otra historia, y aunque el recorrido de Jesús Isidoro Funes se prestara para mucho, yo quería centrarme en el aspecto asombroso que rodeaba a todos los sobrevivientes de los campos de concentración. Ese misterio insondable y dantesco que se abría como un hueco en la historia y del que surgían sus profundos gritos por el solo hecho de pensar distinto. Increíble.

In-cre-i-ble, me repetía.

Cuando sonó el teléfono reconocí a María. Me empezaron a temblar la manos y supe en ese momento que la había perdonado, también que estaría dispuesto a verla y abrazarla si ella me lo pedía. Al fin y al cabo, historias son historias y lo que estaba en cuestión era esa manía de sujetar a otro como si fuese propiedad privada y eso estaba cuestionado. Pero no, a mi desilusión le sobrevino la emoción, ya que María era la intermediaria para una cita con la hermana de Jesús Isidoro Funes.

-No sé cómo has hecho, me dijo, para que Fernanda te reciba. En fin, y cuando iba a decirle lo que me estaba costando su partida, simplemente me cortó. Me quedé con el teléfono en la mano en una suerte de encrucijada. Los caminos eran sencillos y eran dos. En uno la entrevista y en otro la imagen de María. Obviamente ella había decidido por mí.

-Al llegar a la casa y sin preámbulos Fernanda me sentó en la cocina. Coloqué mis papeles, el grabador y esperé su regreso.

Al rato Jesús Isidoro Funes se encontraba frente a mí. Flaco, de unos inmensos ojos claros y pelo largo prolijamente peinado. Su hermana le acarició la cabeza, me miró y me dijo que nos dejaba solos. Yo intenté decirle algo, pero su espalda desapareció por la puerta que daba al patio. Me senté con vergüenza, lo miré a los ojos sin entender la que estaba sucediendo. No podía pensar que fuera una broma, ya que sería de las peores, tampoco que aquello hubiese sido una trampa tendida por María por algún rencor guardado en el tiempo. No. Encendí un cigarrillo y miré a aquel hombre silencioso mientras repasaba su itinerario.

Detrás de la historia de un golpe hay demasiados parpadeos, un sin fin de imágenes fraccionadas que una a una se disipan por el espacio, como si fuesen luces de una cámara que intenta sujetar las nuevas imágenes contrastadas con la últimas. Estaba decidido a permanecer con la mirada fija y la memoria en un play permanente de una cámara invisible sujeta por la mirada; de esa manera Jesús Isidoro Funes había transitado los años de permanencia en la Perla. Si bien lo habían colocado como advertencia para otros, como se coloca una maseta en una ventana, él significaba para los que atravesaron por el pozo un símbolo de perduración y silencio, incluso, como la imagen viva de la libertad, cuando ésta se ejerce de manera natural para distanciarse del mundo sin irse del mismo.

Entre golpe y grito, entre pregunta y silencio, entre conciencia y desmayo Jesús Isidoro Funes fue tejiendo en su memoria la infinidad de vejámenes que se abrían ante él como se abren las puertas a la salida de un galpón. Lo vestían y bañaban, lo peinaban y a veces acostumbraban a colocarle carteles que colgaban de su cuello como si se tratara de un espantapájaros en medio de una habitación siempre activa, por donde pasaban las dantescas imágenes del horror. De esa forma escribía en su mente cada uno de los nombres y cada uno de los recorridos de sus compañeros y de otras personas que atravesaban por aquel lugar para luego desvanecerse en la nada. Siempre quieto en silencio y sin pestañear, adherido de manera precisa a la silla que lo cobijaba inmóvil.

Con el tiempo sobrevino el territorio neblinoso del geriátrico en que lo depositaran hasta que su hermana lo hallara y se hiciera cargo de él. Los estudios médicos de toda naturaleza y los diagnósticos imprecisos que daban cuenta de un estado de salud perfecto que contrastaba con esa ausencia en la que transcurrían sus días. Sin pestañear, con la mirada fija en un punto distante, tan distante que en él era posible ver o intuir al menos, lo que se hallaba más allá de todo lo conocido.

Me pasé la mano por la frente, mis ojos en sus ojos y ellos en los míos, mi mano en su mano, hasta que su hermana tímidamente lo girara de su silla de ruedas y lo llevara al patio en donde lo esperaba su perro. Supe entonces que en la audiencia de los días venideros Jesús Isidoro Funes abría de salir de esa manera voluntaria de permanecer y de engañar a todos, para poder contar al fin y con lujos de detalle lo que había vivido de manera profunda en la Perla.

En la sala de audiencias muchos se taparon la cara al ver ingresar a Jesús Isidoro Funes llevado por su hermana. El llanto que provocaba era el mismo que habían arrastrado durante muchos años.

 Lo colocó frente del tribunal, mientras los represores separados por un vidrio, le hacían señas de manera burlona. La hermana le dio un beso en la frente y se sentó detrás de él.

El silencio entonces fue abrumador.

No volaba una mosca.

El secretario luego de leer los autos donde se refería la historia de Jesús Isidoro Funes se sentó. Todos los ojos se posaron en él, todas las miradas esperaban algo preciso que sabían imposible.

Jesús entonces parpadeó, y con sus párpados llegó al fin el derrumbe – una vez más- de tantas mentiras y olvidos de la que es capaz la historia.

Salí de la sala como se sale de un sueño, prendí un cigarro y me puse a pensar en la memoria de los árboles durante el otoño.



                                                                           

 

miércoles, 6 de mayo de 2020

que el abrazo me abrace


que el abrazo me abrace bajo el cielo de mayo donde los primeros fríos nievan en la espalda y el vino regresa a la uva en el pájaro de la siesta
que el abrazo me abrace y me bese en los labios
donde remolonean los sueños
Ya habrá tiempo para pensar lo que dejamos,
un tiempo desierto, equidistante, donde nos miramos
sobre superficies distintas, extrañas, conocidas y próximas
o todo eso junto, o todo eso al revés, o todo eso combinado
que el abrazo me abrace
sin medida, sin tiempo, sin estaciones, ni mutaciones, ni extensiones o precisiones, o destrucciones, que sencillamente me abrace desde la sangre desde el vientre / y la prisa, desde el presente y el futuro /  me abrace con pasión sin desidia, como compañeros me abrace como camaradas, como extravagantes y solidarios hijos del pueblo ajenos a los fascistas, y a los derechosos, a los liberales y a los asesinos, ajenos a los banqueros y los economistas de la muerte
que el abrazo me abrace como a un niño, no como consuelo de lo que he roto, sino de lo que he encontrado.
que el abrazo me abrace como un amante, sin despedidas
que el abrazo me abrace lejos de la iglesia y de los templos, de los sacerdotes y de los políticos de traje y de llaveros. Quiero que entre mocos y camisas salidas y torsos desnudos y medias tetas y pedos me abrace como se abrazan los amigos frente a lo inevitable y frente a las despedidas
que el abrazo me abrace sin tiempo, ni vergüenza, con un corazón que chispee galaxias y lugares comunes para todos los hombres que nacimos libres y deseamos la libertad de todos
Que el beso me bese, que la caricia me acaricie y la ternura me ternure, sin otra urgencia que la de cambiar el mundo

                                                               Gonzalo Vaca Narvaja

martes, 5 de mayo de 2020

¿Dónde nos coloca esta pandemia?


 05/05/ 20202
 ¿Dónde nos coloca esta pandemia?

Ya llevamos más de treinta días de encierro. De esporádicas salidas en función de comprar comida o hacer pagos urgentes. De entrecortados estados de ánimo, poca atención y períodos de irritabilidad más allá de los comunes malhumores esporádicos que suelen aparecernos y que antes considerábamos “naturales”. Llevamos días viendo y repasando la cifra de muertes, la espera tan temida de la llamada “curva de la pandemia”, los controles cada vez mayores de la policía en medio de este silencio que antes buscábamos y que ahora nos resulta perturbador y angustiante.
Muchos días.
Demasiados.
Todo sucede de manera brutal, lejos de los afectos, de los amigos, de la familia, de aquel paisaje que la más de las veces criticábamos y del que nos sentíamos distantes.
Sin ninguna esperanza en el mediano plazo, pensamos la vida con una fecha de caducidad presente e inmediata tratando de permanecer cuerdos, con el esfuerzo de mantenernos equilibrados… y no alcanza.
Leemos, cocinamos, jugamos, trabajamos, y en nuestro caso que nos toca esta cuarentena con un joven de veintiún años y otro de once no alcanza. Difícil explicar a cada paso el contexto y establecer alguna fecha tentativa para salir de esto, cuando “esto” será un modo de transitar la vida desde nuevas y diferentes circunstancias. Tampoco podemos sustraernos de las constantes bajas, de la soledad de una muerte con aviso y de una solitaria despedida a quienes son víctimas de esta maldita enfermedad que se lleva a los más vulnerables y a nuestros mayores con trámites rápidos.
La situación se torna desesperante y hace necesario un giro, una vuelta, una nueva conformación de lo que somos y de lo que fuimos teniendo en cuenta lo que seremos o lo que podríamos ser de tener esa posibilidad con nosotros. Es escaso tiempo en que nos levantamos con la sensación de haberlo hecho innumerables veces y sin sentido, por el solo hecho de permanecer un poco más sobre la tierra.
¿Permanecer? Me pregunto si esta palabra en sí misma y en soledad, es capaz de darle sentido a una existencia clausurada. Sé que es importante permanecer encerrados por aquello de no propagar la enfermedad “posible” a otros y de ser solidarios. Pero “permanecer” también y en este contexto es una forma de dejar de ser.
Hace treinta días que dejamos de relacionarnos con el mundo, que la distancia es un modo de comunicación a través de instancias virtuales como si miráramos algunas grabaciones perdidas en el tiempo, como antes mirábamos las fotografías de los que habían partido y recordábamos. Todos nos decimos o tratamos de decirnos que la situación de excepcionalidad es pasajera y esperamos que pronto nos sea restituida la cotidianeidad perdida. Pero lo cierto es que no lo sabemos.
Y esa cotidianeidad a la que aspiramos volver es la misma que nos ha puesto en este lugar. Porque el sistema capitalista, es sencillamente un orden en donde las prioridades no son la vida, ni el goce, ni el disfrute, n la salud sino el de una productividad ajena al hombre y que lleva a entablar relaciones de sometimiento permanente entre las disputas de los poderosos, para mantener lo creado y ganar más. Entonces este aislamiento en el que nos encontramos va tomando otro caris, otra manera de mirarse. De la angustia de estos días voy pasando a la bronca y a la indignación de lo establecido.
Ese mundo, ese afuera que extraño, es tan artificial como este adentro en que me encuentro y entre ambos no hay nada más que un hilo pequeño en el que nuevamente percibo una falta de libertad, una desigualdad desmesurada y un sinsentido prolongado.

                                                                  Gonzalo Vaca Narvaja

jueves, 27 de febrero de 2020

de amores


de amores

Después de algunos años se fue con un poeta. Recuerdo que quise seguirla al café de San Ángel a donde se juntaban siempre los poetas / pero no pude / me ganó la frustración, mis dudas y también la vergüenza / Había comenzado a escribir un par de líneas confusas en papeles sueltos / pero andaba roto / jugando a las escondidas / queriendo medir mi debilidad en otros cuerpos – los que fueran- tan vacíos como el mío.
Mi segunda relación duró más tiempo.
Una tarde de invierno me clavó un puñal de silencio en medio del pecho y no escuché más su voz. Volví a estar roto, cansado, con esa tímida venda coronando la muñeca y escribiendo palabras para suturar la herida.
Creía que todo sería más fácil.
Abrirse el pecho en la noche, sacar a pasear el corazón con una correa y dormirse libre de dolores entre las sábanas. Pero no. Nada es fácil.
Cambié el color de los ojos de un poema, -que luego sería una zamba-, para vengarme de los anteriores y me recriminaron como a un mercenario.
¡Es tan difícil el poema!
Entendí que el amor no es un nombre sino una condición para vivir.
Cambian los nombres pero nunca el amor.
Vinieron vientos fuertes y mujeres que acostumbraban a amar a todos los que estuvieran cerca. Conocí entonces la verdad del fauno ¿tengo que aclararlo? y el ocaso del príncipe, -siempre un burgués-
Cuando lo supe reí hasta aprenderme.
Atrás quedó mi foto pegada en la pared como un ritual antiguo. Rota, sola y con la sangre que ella estampó en su living. Nunca entendí aquel mensaje. Preferí callarme por temor a descubrir algún hechizo detrás de la escena.
Con todas las naves quemadas caminé por varios días. Me abracé a cuanto cadáver estuviera despierto. Dormí al pie de los zaguanes agazapado entre los diarios, merendé entre los curas rezando una oración que no entendía, pero que me alcanzaba para comer el pan y beber el mate cocido de la tarde.
Tuve, es cierto, abrazos solidarios, amores medicinales y fuegos en donde consumirme un rato.
Una partida sin gloria, una estación en ruinas, un último beso y un arrepentimiento eterno con una toalla pegada al cuerpo.
Dí todo por perdido y me perdí. Mi memoria registraba siempre las 24 hs que duraba el desvelo. Después renacía con un puñado de nombres que guardaba en una tabla sobre el pecho y lo demás se volvía humo en el cigarro consumido.

Fue un día.
El mundo giraba sin sentido, y las calles no llevaban a ningún lugar, allí encontré tu nombre que me dejó quedarme por estos lados una eternidad más.


Gonzalo Vaca Narvaja

martes, 18 de febrero de 2020

Llaves del 24 de marzo


II



Existen llaves
viejas, nuevas, extrañas
de metal, de piedra, o de hueso
llaves que sirven para cerrar
y abrir
Hemos creado cosas absurdas
en el tiempo
inútiles y lastimosas como las puertas
a veces las golpeamos
también las empujamos
Simulamos voces lejanas:
un chirrido, una campana, el timbre
solo para anunciar
que allí estamos
que somos
que necesitamos
aunque no sepamos qué es eso.


III



En mi llavero cuelga un recuerdo.
Es una llave frágil, extraña, diminuta.
Tiene un índice – como el dedo-
y un círculo eterno pequeño y perceptible
como un rastro druida.
Tintinea.
Se vuelve esquiva, y pesa
como la ausencia en los días nublados.
No abre puertas. Las dibuja.
Brilla cuando un beso se abre en otra boca.
Sola, callada, en silencio.
Se abraza al aire en un día de marzo
en medio del desierto.
Nació en la extrañeza de una calle
llamada exilio,
al costado del silencio,
lejos muy lejos de la vida.

En mi llavero cuelga un recuerdo
una manera de andar el mundo
con un puñado de nombres
en el documento.


Gonzalo Vaca Narvaja

lunes, 10 de febrero de 2020

La palabra





Escribe sobre una superficie blanca, quieta, en silencio.
La línea es invisible lacónica y secreta – aún sin sentido- como diría Mallarmé sobre la oscuridad.
Lejos de su casa y el olor a mermelada.
La línea se sumerge por horas en el pensamiento de la siesta.
Vé los últimos carozos del día esparcidos en la calle sin intuir la boca que los desgajó de la fuente.
Prueba dar saltos, pequeños y mudos en la espesura del blanco donde la vida de otros es tan absurda como suya.
Alcanza un rostro, un beso y persigue el vapor de ciertos fantasmas que han perdido la sombra, el aliento del cuerpo y las cenizas del último fuego –siempre hay espacio para lo último-
No se aquieta, ni se frena.
Es la persistencia de lo inútil lo que alimenta su juego, la presteza de la risa donde arroja los dados sobre los que ríe y escupe.
Es un tiempo que ha nacido muerto, -dice-, desbocado y mudo.
Da un salto y se retuerce. Entre él y la línea se compadece de tanto dolor y poca risa. De tantas ausencias e infinitas mentiras cae en palabra, trapecia en el aire, y así desprendido, se enlaza a lo que sigue de lo inútil.
En la inercia en que vive busca la próxima palabra para volver a empezar.

                                                                                                           Gonzalo Vaca Narvaja

miércoles, 15 de enero de 2020

Fotos y chinches



Nunca entendí porque escribió mi nombre,

corto mi foto,

y con chinches y sangre la pegó en la pared de su living

para regocijo de otros fantasmas.

En aquellos tiempos escribía poemas,

cantaba en las escuelas,

pisaba sobre hojas secas

una que otra huella de humo y hierbas,

 tinto y guitarras

pensando en ella.

Quizás se haya tratado de un hechizo

de una manera de sujetar un nombre,

hundir una nave

o exorcizar los dientes.



¿Quíen lo sabe?

en las paredes de viejos edificios

hay lugares

que guardan recuerdos. 



                                                             Gonzalo Vaca Narvaja