lunes, 16 de julio de 2018

Bajo las sombra de los talas. Año 2015 -novela-

de Gonzalo Vaca Narvaja



A Santiago y Diego.



Hermes Luciano Valeiro despierta sobresaltado. El último sueño lo ha dejado inquieto. No confía en el mismo. Algo lo sacude de punta a punta en medio de la penumbra de la noche. No es que reviviera el tiro en la nuca dado el día anterior o la decapitación del viejo que luego exhibiría en un frasco trasparente lleno de formol. No. Le preocupa el vacío del sueño, el silencio del sueño.
Es peronista y nacionalista. Todo lo demás resulta sospechoso e irritante, irritante como ese sueño carente de sentido donde solo se percibe él y el silencio.





PARTE I




Se me quemaron las alas, dijo, mientras caminaba por la calle. Se me quemaron. Así de simple. Primero se incendió la parte más esponjosa y con ella ardieron las contiguas. No sentí dolor. Una pena se anudó en mi estómago, contrajo los músculos del abdomen con un estertor de arcadas secas.
El tiempo se posa sobre los pies. Los hace pesados.
Soy testigo de este tiempo. Guardo un secreto que me derrumba a cada paso. No puedo creerlo. Este incierto pensamiento me persigue como la condena de un homicida.
Se me quemaron las alas. Así de simple. Se me quemaron.
El viejo dibuja con el azúcar sobre la mesa. Escribe palabras que borra y vuelve a dibujar. Es uno de esos hombres a los cuales es imposible adivinarle la edad; su gorra de lana lo enfunda y su pelo no sugiere el carácter de su cabeza. Algunos de los mechones son de color negro. Ha pedido una ginebra y un café. Nadie repara en él. La mesa que ocupa pareciera desplazarse e irse poco a poco diluyéndose cerca del baño, por donde desfilan los parroquianos de «Los inmortales».
Los que salen y entran están más concentrados en ocultarse que en prestarle atención. La muchacha que ingresa se lleva todas las miradas. Una pollera corta cubre sus muslos torneados y una campera ceñida sugiere sus pechos firmes. Tiene el cabello negro al igual que sus ojos que delinean un rostro redondo, del que sobresale la carnosidad de su boca. El hombre se levanta como si hubiera salido de un lugar inaccesible. La besa en la boca y le acaricia el cabello. Ella lo mira y regresa su boca a la de él, luego de reconocerlo. Todos quedan en silencio. El hombre disfruta de la escena y se pasea ferozmente por los rostros de los que miran, como diciendo ¡Ahaaa, ¿no me habían visto?...
El aire que entra por la puerta da vueltas sobre las mesas, es frio y húmedo, cargado de sonidos metálicos provenientes de la avenida.
El mozo se acerca y vuelve a la barra sabiendo lo que debe llevar, no sin antes limpiar con una escobilla de bolsillo todo el azúcar que cubrió la mesa.
Soy un adolescente en el bar. Los miro a ambos, como antes miraba al hombre, al que he seguido durante días. No me miran. Para ellos debo ser uno de esos estudiantes solitarios a los que les gusta permanecer horas en una mesa leyendo. Mi libro lo certifica. El pocillo de mi café comparte un lugar próximo en la bandeja del mozo, que como un barquero se pasea por el espacio delimitado.
El hombre y la mujer hablan. Sus manos se entrelazan a veces y se separan otras. La voz de la mujer es profunda y melancólica, sin embargo quien pareciera llevar la conversación es el hombre del que poco puedo escuchar.
No tengo demasiado tiempo. Me levanto. El café permanece humeante sobre la mesa y con paso firme me dirijo hacia donde se encuentran. No los saludo. Dejo sobre su mesa el libro ante la mirada expectante del hombre, que pereciera guardar una distancia prudente ante lo inevitable de un ataque.
-Se han quemado mis alas, les digo. Se han quemado desde las puntas.
Les doy la espalda. Sobre mi mesa queda el pago del café que ya no humea. El tiempo transcurrido es perezoso. En la calle no me doy vuelta para verlos. Me alejo con la certeza de haber concluido un acto de justicia.
Las sirenas de las ambulancias se escuchan a un par de cuadras. El sujeto que camina por la vereda no mira hacia atrás. Cruza la calle allí donde las marcas certifican lo posible, el segmento preciso que los separa de la incertidumbre. El destino no se fija en las leyes ni en los cuidados del hombre y acostumbra a actuar de un modo imprevisible e irremediable.
En la parada del colectivo una mujer está leyendo un libro, sus ojos apenas advierten la cola que ha comenzado a formarse. Nadie habla, y por curioso que parezca, todos son individuos indivisibles que no alcanzan a formar un número par.
El frío se condensa en el aire y la respiración se corporiza en pequeños vapores blancos que así como surgen de la boca se diluyen sin palabras. Ascendemos. El colectivo está en silencio y todos de un modo u otro miran a los que ingresamos como si se tratara de una elección que habría de determinar el destino de cada uno. Pero nada se decide en ese momento, y ni siquiera se trata de una elección voluntaria y menos aún humana.
Desde la ventanilla piensa en lo sucedido. Vé los ojos del hombre posarse sobre los suyos y recuerda los de ella asombrados, mirándolo desde otro lugar.
En la casa encuentra a Marta con unos amigos, los saluda e inmediatamente toma una cerveza. Se sirve otra y otra, hasta sentir que la cuota necesaria ha sido encontrada para comenzar a beber tranquilo y sin ansiedades.
Se suma a la ronda. Marta lo observa desde un rincón. La mira y le sonríe mientras se dirige al balcón. En la calle se escuchan las sirenas que se van alejando.
-¿Cómo te ha ido?, pregunta
-Bien, lo vi y le dejé el libro.
-¿Te sirvió?
-Todavía no lo sé.
-Mmm, espero que te sirva. Han sido muchos años de trabajo.
-Ya lo creo. Pero en el fondo siento que todo ha sido inútil, dice, mientras se apoya en la baranda. No sé. No agregamos nada. Esos tipos son de esa forma y nada puede cambiarlos. Ni siquiera su historia.
-Puede ser.
-Pero algo había que hacer… y lo hiciste.
-Lo hicimos.
-Sí, lo hicimos.
Desde el balcón del departamento se observan algunas personas caminando por la orilla. Ya no pienso en la secuencia de los últimos días. Simplemente me detengo a pensar en los próximos pasos. Cierta ansiedad va ganando mi cuerpo y la regularidad de cada pitada. Mañana verificaré la verdad de este extraño encuentro. Nuevamente en torno a mi pequeño universo se juega la posibilidad o no, de ciertas alternativas a la existencia, tal y como las estaba conociendo. Deseo que sea así, que el pequeño objeto en mis manos tenga el poder diminuto y enorme de modificar el mundo y con él  algunos destinos ligados al mío. Lo deseo. Las posibilidades de lo mágico existen en los cuentos; lo sé. Lo humano como lo conozco está lejos de eso; más bien es extraño a esto que llamamos mundo.
En mi interior existe algo profundo, un instinto de supervivencia que se aferra a lo mágico y a lo imposible, como único modo de sobrellevar el mundo y sus circulos.
He compartido con algunos amigos lo sucedido. Mientras duró mi relato  permaneceron callados. Fernando inmovilizado a veces mirando por sobre mi hombro la ventana, y Jorge con cierta reserva a las acostumbradas locuras y delirios que esgrimo en cada uno de nuestros encuentros.
Pero me han escuchado que no es poco.





La  mujer se sienta en la cama. Está desnuda. Al lado de ella y con la respiración entrecortada se encuentra el hombre mirando el techo. También está desnudo. En su cuerpo hay cicatrices que acompañan un tatuaje que abre el pecho como una calavera.
La mujer enciende un cigarrillo y va hacia la cocina. El hombre se queda con la mirada perdida. Afuera se escuchan sonidos de sirenas. Algo secreto se percibe en el aire. Algo oculto se desliza por el cuarto sin que el hombre lo note. Algo que viene creciendo desde hace unos días, cuando lo doméstico, inconsciente y rutinario se habría visto tomado y manipulado.
Por sobre el hombro y en la mesa de luz ve el libro.
Algo inentendible sale de su boca.
La mujer mira las gotas que lentamente se deslizan sobre el cristal y se sobresalta por el estruendo del disparo y el ruido que le sigue:
El ruido de un cuerpo cayendo sobre el piso.





PARTE II





Llega a su casa. Viene de bañarse en el río con su acostumbrado libro bajo el brazo y un pan de jabón blanco. En la cocina permanecen los platos secos y una botella de agua en la mesa deja entrever la presencia de alguien que ha llegado. Va a su cuarto y se cambia pensando en el encuentro que deberá tener con su padre. Aún resuenan las palabras de la última reunión en donde le dijeron que debería irse de la provincia. La exposición pública de su militancia lo hace un blanco fácil para quienes en los últimos meses se dedicaron a secuestrar militantes peronistas de izquierda. El negro Walter sabía.
Usted piensa en los trámites que deberá hacer con la posibilidad de otra identidad. Puede imaginar algunos de sus aspectos por las películas de James Bond. Pero usted no es James, apenas es un adolescente rodeado de varios hermanos, todos ocupados de sus propias vidas y por cierto bastante mayores.
Usted piensa en Marta, su histórica novia con la que había aprendido a besar la navidad pasada. Esa navidad que pasó con la familia de ella y que terminara en un encuentro apasionado en la terraza. Era curioso que esos besos fueran los últimos de esos labios por mucho tiempo. Alrededor todo se derrumba. Las calles se  convierten en un lugar impreciso. El enemigo se multiplica como un virus. El almacenero es una persona de la patota, los colectiveros y los taxistas, los transeúntes y los kiosqueros, todos y cada uno de ellos señalan a los que como usted consideran diferentes. Peligrosos. No por haber descubierto los labios de Marta sino por haber deseado otra cosa que la realidad heredada.
Desde hacía tiempo no era posible repartir volantes en la calle. Los volantes explotaban en artefactos caseros y se distribuían en el aire. La palabra entonces debía ser mantenida y expresarse por todos los métodos de una clandestinidad obligada. Hacían obleas con las consignas, dejaban panfletos en los ómnibus, pintaban paredes o colgaban carteles siempre con una logística determinada y precisa que les permitía sobrevivir, no ser vistos, y menos aún atrapados, ya que si eso sucedía podían terminar en alguna zanja como ya había pasado con los chicos de otra escuela.
Usted lo sabe, debieron reemplazar los actos políticos por el corte intempestivo de las calles en aquellos aniversarios que no querían olvidar. Cortes acompañados de molotov,  miguelitos, banderas y luego las tradiconales corridas para salir de la calle antes de que llegara la cana, los patrulleros, sus perros y sus armas. La rebeldía y en cierta forma la proscripción reinante, hacía de todo un espacio solidario de resistencia  donde la palabra muerte no tenía el peso que habría de ir ganando con el paso de los días.
La revolución demandaba de esas acciones y todos aún con las dudas y el incipiente temor reinante, no nos atrevíamos a poner en cuestión la democracia aunque poco a poco la represión y los actos de violencia por parte de grupos organizados de la derecha peronista y sectores del ejército, fueran copando todos y cada uno de los espacios destinados al debate y a la discusión, por otros signados de listas negras, ajusticiamientos y apariciones de cadáveres calcinados y atados.
Nadie se salvaba. Obreros, diputados, estudiantes y jóvenes, eran sacados de sus lugares de trabajo o de sus casas para no aparecer más, y si lo hacían eran muertos fruto de enfrentamientos, como se hacía decir a la prensa.
En la noche aparecía lo inevitable: debían estar alertas, siempre vestidos y a la espera de todos los ruidos que salieran de la normalidad. Usted no sabía que los sonidos fueran tan uniformes: los grillos, el croar de las ranas, los pájaros nocturnos y algún que otro auto atravesando la calle nunca parándose sobre el frente de la suya. Los ruidos tenían un orden y una lógica propios. Atrás quedaban los días de la alegría y encuentro.
Atrás las peñas, el cine club del colegio, las discusiones de los programas de estudios, la revisión de la historia, la solidaridad con los obreros, la lucha por el boleto estudiantil y el manejo de la cantina contra una cooperadora dudosa y sin compromiso, atrás las charlas debate sobre la sexualidad, la revisión del régimen de amonestaciones, el poder absoluto del rector del Colegio.
Usted había abrazado al peronismo, entendiendo en él, a ese movimiento capaz de albergar lo mejor de la historia argentina, la justicia social, la soberanía política, la solidaridad con los países pobres, la independencia económica y la lucha contra el imperialismo yankee, en lo que todos creían sería un paso necesario a un socialismo nacional. Pero aquello que deseaban estaba más lejos de lo previsto y de lo diagnosticado, más lejos aún de una lucha franca y del debate. La violencia se cruzaba en la persecución del movimiento obrero, de la organización estudiantil, del pensamiento intelectual. Todos eran sospechosos de subversión, aún los niños.
Usted lo sabe y de una manera u otra percibe que los besos de Marta en aquella navidad estuvieron signados por esa carga fatal, ese destino trágico de los jóvenes griegos que iban a la batalla con las caricias de los amantes pegadas a la piel. Todo valía, la vida era una copa dulce en donde el futuro en definitiva se presentaba como una perspectiva aciaga a la que había que agregarle siempre una decisión, y en esa voluntad superadora no entraba la certeza de un acierto o la posibilidad de un fracaso. Valía la decisión, solo eso. En el contexto desolador de esos años decidir era todo. Se decidía la actitud de cada día, la postura del cuerpo, la acción que aliviara el duro peso de la existencia y esa historia pegaba a la piel. Las generaciones jóvenes leían en el peronismo otro texto. No bastaban los modelos aprendidos; la realidad cambiaba y los nuevos intérpretes de la misma variaban los principios con el que ese movimiento había nacido. Quería el amor gobernando, lo quería libre de ataduras, pleno de orgasmos, de libertad, de encuentros fortuitos, todo lo quería inmediato y sin filtros, lo quería todo y para todos, y esa perspectiva orgiástica era la que inundaba las discusiones acerca de qué revolución se deseaba. Lo demás se encontraba en los extremos opuestos, era de naturaleza reaccionaria, conservadora y en definitiva sabía que lo aprendido de la historia certificaba una serie de errores trágicos que habían llevado a la humanidad a holocaustos, guerras y colonialismos.
Cuando llegué a la casa de Walter éste se encontraba leyendo un libro de poemas. Cerró la puerta y como si fuera habitual comentó un poema del libro. El amor, -dijo, es una palabra desequilibrante. -Sí, le contesté, pero también necesaria.
Fuimos hasta la cocina y me contó que la cosa se estaba poniendo cada vez más espesa y que lo único que restaba era intentar resistir y permanecer sin caer. El golpe militar estaba cerca y debía ser un tránsito necesario para que la gente pudiera darse cuenta de que la única alternativa era el socialismo nacional. No sé, le dije, yo dudo que eso resuelva el problema de siglos de civilización y de colonialismo. Llevamos mucho tiempo repitiendo lo mismo.
Me miró en silencio y fue a buscar la campera. Lo seguí. Intuí que debíamos salir a la calle. Como conocía la casa de Walter, las normas de seguridad con la que acostumbrábamos movernos no servían. Estábamos entregados, y tanto él como yo participábamos del mismo umbral de esa fragilidad.
El día estaba fresco y una tenue llovizna caía sobre nosotros. La parada del colectivo estaba desierta y no se veía a nadie en la calle.
Sucedió de golpe. Los dos primeros autos pasaron cerca y luego el otro se paró con cuatro hombres que nos apuntaban. Fueron golpes y forcejeos hasta que Walter pudo zafar y tirar cuatro balazos de un revolver calibre 22, me arrojé al piso y comencé a reptar hasta la esquina por donde me escurrí hasta el patio trasero y de allí a una casa y a otra, peleando con los perros que me seguían y con un sudor frío que se me pegaba al cuerpo aterrado. No supe cuánto tiempo había transcurrido. Lo que sí supe era que de un modo u otro había llegado al centro de la ciudad y ya allí, creyendo que todos me miraban, había entrado a una librería y puesto a ver las tapas de los libros sin poder retener ninguna de ellas. Quería refugiarme de ese afuera que me perseguía y que alcanzaría de un momento a otro.
-¿Busca algo especial?, me dijo el librero.
-No, no, estoy mirando, contesté no sin posar la mirada sobre el vidrio que daba a la calle.
-Bien, me dijo el hombre. Aquí estará bien. Quédese tranquilo… Y cuando dijo eso lo miré con un poco más de detenimiento. Era de unos 60 años con un sombrero de ala ancha, ojos negros y con una sonrisa que iluminaba un rostro surcado por un sin fin de arrugas. Una tranquilidad por mí desconocida invadió mi cuerpo. Tomé un libro de poemas, el mismo que estaba leyendo Walter cuando llegué a su casa. Mientras leía, mis ojos dejaban caer varías lágrimas que ocultaba conforme avanzaba en la lectura.
Leí las páginas con el olvido de las anteriores.  A medida que leía creía comprender el mundo; me reía y lloraba con cada uno de los textos que mis manos me proponían y observaba los diseños de las tapas, la encuadernación, la tipografía que se abría a un cielo próximo; a los árboles desde los cuales salían luego las hojas, y sobre ellas, se imprimían las letras con diferentes texturas y espacios.
El hombre permanecía la mayor parte del tiempo en el mostrador y ocasionalmente se levantaba para atender a algún que otro cliente.
Usted no pudo determinar el tiempo transcurrido. Lo supo cuando llegó a su casa y se encontró con un panorama desolador: las puertas abiertas y como si hubiese pasado un huracán, todo revuelto y sin nadie en el interior. Prendió las luces en el momento en que la tarde comenzaba a caer y como un acto reflejo y casi inconsciente atinó a calentar agua y hacerse un café que tomó en silencio en la cocina. Luego cerró la puerta y acomodando el colchón de su pieza se recostó en él hasta el día siguiente. Esperaba que todo aquello fuese un mal sueño o una pesadilla de la que necesitaba regresar. No fue así. A la mañana siguiente reconoció el mismo desastre del día anterior. Se cambió de ropa. Acomodó un par de pertenencias en la mochila, algo de dinero que se encontraba en el piso y una foto de sus padres en donde se los veía sonrientes sin pensar en el futuro.
Llegó a  casa de Marta pasado el mediodía. No podía hablar. Su voz se entrecortaba una y otra vez. Ella lo miraba sin comprender y solo atinaba a acariciar su espalda como si se tratase de un bebé.
-No sé de qué me estás hablando, dijo.
-¡Cómo!,  ¡Marta!, han secuestrado a mis padres y a Walter se lo llevaron herido.
-¿Quién es Walter?, dijo.
-No importa, un compañero al que quiero mucho.
-¿Y tu familia?
-No están, se fueron todos.
-¿Cómo todos? y ¿vos?
-Yo estoy acá… solo.
Las hermanas de Marta que permanecían escuchando en la cocina no lo querían en la casa. Era peligroso.
Usted siente que algo de la vida se ha escapado. Algo que solía funcionar en su interior se ha fugado. El vacío y la intemperie han cubierto esas ausencias adueñándose de sus pasos. Está solo y aquellos besos en la noche de navidad, eran solo el recuerdo de algo que ponía en duda. La eternidad.
Caminó hasta la parada como si supiera dónde ir. Tomó el ómnibus con la perspectiva de su vida derrumbada por completo; pero aún así, con cada control del ejército su corazón se estremecía, lo cual suponía que cierta esperanza se aferraba a él sujetándolo a la vida. Ponía la cara más inocente que intuía le quedaba e intentaba parecerse a sí mismo en la edad que lo demarcaba: 16 años.
Bajó en el centro de la ciudad  y caminó hasta el estudio de su padre. Cuando se acercaba vio los vehículos militares rodeando el lugar y sintió temor a ser reconocido por alguno de los vecinos. Huyó.
Usted siente que el mundo posee una fragilidad para la que no está preparado. Todo lo conocído se ha esfumado o simplemente no ha existido y lo que parecía vivir alrededor, se muestra sospechoso. Está exhausto. Todos los lugares que conocía o en los que había permanecido antes se representan propicios para ser identificado y encontrado.
El deseo de permanecer lo impulsa y también lo sacude.
Bajo el puente cae la noche. Las sirenas de la policía se mezclan con los sonidos de los disparos. Con cada uno de ellos su universo se achica. La soledad se expande.


Walter permanece tirado en la colchoneta con los ojos vendados. Le duelen las heridas, le arde la carne y el cuerpo entero se halla arrasado y diezmado. Piensa en él, aunque no quiere nombrarlo por temor a ser escuchado. Pero nadie lo escucha. Los cuerpos alrededor están tan ausentes y solitarios como el suyo. Un olor rancio a orines y excrementos, un aroma a miedo e incertidumbre son la compañía para aquel cuerpo depositado en apenas una colchoneta.
Lo levantan entre dos. Lo arrastran entre dos, presionando sobre el pecho por donde percibe la humedad de la sangre.
-Cabrones, susurra, … hijos de mil putas.
Lo arrojan sobre el elástico de una cama. Nunca pensó que podría aguantar tanto la electricidad que se esparcía.
-Con dos tiros de una pistola 22 los puse en fuga, maricones de mierda, les grita. Se desmaya.
La diferencia entre la noche y el día es tan leve que cree vivir en un ocaso donde los árboles van a dormir. Pero el árbol del poema que estaba leyendo era un Ciprés. Y él quiere cambiarlo, aún puede sacar ese nombre y cambiarlo por otro, así de simple. Por lo que el poema quedaría: «Bajo la sombra de los talas»...
Sabe que va a morir y aunque las vendas que le han puesto sanen en parte sus heridas, sabe que va a morir. Cuando lo llevan al baño, un hombre tan malogrado como él le dice su nombre. Él lo escucha, también lo recuerda, aunque ese recuerdo muera y sea breve como las mariposas que viven apenas unas horas y que nadie ve volar.

Hermes Luciano Valeiro es un hombre despiadado. De mediana estatura, pómulos oscuros y mirada de chacal. Hombre de pocas palabras.Todas ellas capaces de helar la sangre de quien se encuentre cerca. El mismo que lo golpea y ríe, que lo insulta y le aplica la picana mientras canta.
- ¡Vas a hablar hijo de puta!, «vas cantar y a vomitar»… te vas  a cagar y no va a quedar nadie sin que menciones, tu prima, tu abuela, tu madre y tu amigo, puto, hijo de puta, subversivo de mierda… - todo ello una y otra vez- y los golpes y los desmayos y la mente que se iba a otro lugar y luego regresaba pensando siempre en el deber de cambiar los cipreses por los Talas…
 -Nadie va  a pedir por vos, ¿entendiste?, ¡N- a- d- i- e!, grita, mientras lo sujeta del pelo arrancándole un mechón. A la gente no le interesa lo que te pase, a la gente le interesa caminar por la calle tranquila, sin pensar en lo que viene, sin sueños, sin esperanzas y sin preocuparse por el otro que tiene al lado. A nadie le importás, a n-a-d-i-e.
Usted sabe que mientras viva seguirán vivos los recuerdos de quienes ya no están. No tiene demasiado tiempo para detenerse  pensar en las cosas sucedidas y menos aún en las ausencias.
Usted huye. Se mueve a través de una realidad cada vez más distante y peligrosa. Una pequeña mochila lo acompaña. Es todo lo que le ha quedado de su adolescencia. Es todo lo que tendrá en el futuro.
Todos se han ido. Se han ido los que no creían en la revolución, los que temían, los que no toleraban la idea de vivir bajo el control permanente; los que no aceptaron el silencio y aquellos que luego de salir de la tortura quisieron otros ámbitos donde sanar sus heridas. La mayoría no portó armas, no disparó un tiro. Creía que la fuerza de las nuevas ideas sería suficiente para derribar el orden establecido. Orden que tanto dolor y desigualdad había creado en la sociedad. Pero no fue de esa manera.
El micro lo dejó sobre la ruta. Una ruta solitaria que ondulaba entre las montañas como si fuese un gusano largo cuya cabeza se perdía en las primeras curvas. El frío golpeó su rostro y aunque permaneció unos segundos a la vera del camino decidió que debía caminar monte adentro y por fuera de la carretera.
Caminó por horas. El arroyo le daba la posibilidad de tomar un poco de agua cristalina y pura. Se quedaba un rato contemplando el paisaje lunar con rocas de múltiples formas que se elevaban por sobre el verde disputándose el paisaje. La tarde comenzaba a caer. La pequeña hendidura entre las piedras le supuso un buen lugar donde pasar la noche. Dejó su mochila. Se puso a buscar unas piedras que una a una fue colocando de manera que las mismas le proporcionaran un refugio del viento y el frío. Recogió la paja seca que como penachos de un colchón, ondulaban cuando el viento las peinaba en lo que sería la primera cama y desde allí, cercano al incesante arrullo del agua se puso a llorar sin vergüenza. Por primera vez su cuerpo se desplomaba tranquilo y sin sobresaltos, por primera vez su mente se permitía recorrer lo que ya le parecía una vida pasada y distante. Una vida que creía pertenecía a ese otro que ya intuía lejos de él.
Con cada sollozo desgranaba los recuerdos de todo lo perdido en pocos días, y en ese derrumbe vertiginoso temblaba. Estaba vivo, e intentaría permanecer de ese modo.
La noche cubrió las sierras y el pequeño fuego a la entrada de su nueva morada contrastaba con las estrellas del firmamento. Una galleta acompañaba el transcurrir de las horas y las reservas que tenía lograrían saciar el hambre un par de días. Estaba entregado a lo nuevo y era lo nuevo precisamente lo que gobernaba todos y cada uno de los instantes que vendrían.
Hermes Luciano Valeiro deja la pistola sobre la mesa de luz y se mira en el espejo, la pistola tiene olor a pólvora y sus ojos desde el otro lado, buscan reconocer que lo miran. No lo hace. Tampoco recuerda. Está en su casa. Rodeado de su familia y es suficiente. Atrás quedan los recintos cerrados, los gritos, las risas, y el sudor. Atrás el olor de los cuerpos sudorosos que se retuercen en las sucias colchonetas del pabellón de los condenados, donde sus camaradas de armas furiosos esperan nuevos botines de guerra, y nuevas víctimas.
El último disparo del día había sido para un joven peronista igual que él.
Vestido con un costoso gabán gris, camisa y moño color lavanda se mira en el espejo. No tiene cargo de conciencia y por el contrario está feliz. Feliz de «bajar» de un modo definitivo a los que persiguen oscuros intereses ajenos a la patria y lejanos a la fe católica que lo abraza e incentiva a seguir adelante, como le dijera el arzobispo en uno de sus encuentros semanales. No le llama la atención que los subversivos no tengan armas, ni que no posean identidades sustitutas, por el contrario, cree firmemente que se debe extirpar a los que son elegidos para representar a otros, estudiantes, sindicalistas, profesionales, todos ellos de un modo u otro son peligrosos, ya que poseen un mandato que tarde o temprano los llevaría a cuestionar el sistema.
-¡Y al sistema nadie lo pone en riesgo, nadie!
Su familia está a salvo, a salvo de todo lo que le repugna y que podría ponerlos en peligro.
Hermes Luciano Valeiro despierta sobresaltado. El último sueño lo ha dejado inquieto y no confía en él. Algo lo sacude de punta a punta en medio de la penumbra de la noche. No es que reviva el tiro en la nuca dado el día anterior o la decapitación del viejo que luego exhibiría en un frasco trasparente lleno de formol. No. Le preocupa el vacío del sueño, el silencio del sueño.
Es peronista y nacionalista. Todo lo demás resulta sospechoso e irritante, irritante como ese sueño carente de sentido donde solo se percibe él y el silencio.
Busca la caja donde acostumbra guardar algunos de los objetos más preciados. Objetos capaces de hacer perdurar en su memoria los instantes últimos de algunos prisioneros. Un botín esencial que de vez en cuando revisa. Nada de aquellos objetos es exótico. Por el contrario, se considera un hombre simple, de gustos sencillos y refinados, a la hora de vestirse con la ropa que le gusta elegir y que combina siempre en todos sus colores.
Hermes Luciano Valeiro es un hombre de hábitos precisos. Todos lo saben: la comida a la misma hora, la mesa pulcramente servida. Horarios establecidos que cuelgan de una pequeña pizarra en su escritorio y otro pizarrón en su despacho de capitán del ejército. En ellos el día se encuentra estructurado de modo preciso y en alguno de sus ítems se alcanza a leer «laboratorio».
Él y sus subalternos saben lo que esa palabra significa. También lo saben los que pueden precisar la hora del día en que llegará. Es un hombre de hábitos precisos.
Son muy pocas las personas que saben a lo que se dedica. Raras veces habla de ello y si lo hace es para un círculo íntimo solo para resaltar las debilidades de sus «interrogados» cuando les pregunta nombres, estructuras, direcciones y actividades, anécdotas que le sirven para  desarrollar otras técnicas. Sabe que no se enfrenta a grupos armados sino a personas que han decidido la vereda opuesta en la que se encuentra. Con ideas que debe extirpar, sojuzgar y dominar para que el tejido de la sociedad no se agriete y lo que siga, sea previsible y ordenado. Los costos de esa estrategia han sido pensados desde tiempo atrás. Lo ha aprendido en los cursos en Estados Unidos y lo aplica con las diferencias propias de escenarios disímiles y geografías diferentes. Lo cierto es que lo primero a lograr, no es el aislamiento del sujeto prisionero sino el de montar un escenario de terror capaz de silenciar todos y cada uno de los posibles testigos volviéndolos cómplices. Lo más importante a lograr es la permisibilidad y acompañamiento de una masa a la que se la debe hacer parte y protagonista de una cruzada contra el «demonio comunista». Para ello ha desarrollado una tarea complementaria y constante: lograr asesinatos públicos que los diarios titulan como enfrentamientos. Bombas en sedes partidarias capaces de ser endilgadas a grupos políticos. Discursos de políticos y homilías de alineamiento con la necesidad de poner un corte definitivo al caos reinante.
Nos definen las decisiones, también los silencios.

Sembrada entre dos pequeñas formaciones, una modesta vivienda deja entrever la existencia de moradores por el tenue pero constante humear de una vieja chimenea. Dos perros custodian la entrada por donde deambulan un par de gallinas. El silencio es inmenso.
Braulio vive allí desde hace unos años. Nadie pregunta sobre su pasado. En el viejo almacén distante varios kilómetros, los parroquianos lo suelen ver llegar y lo saludan con respeto. Saben que aquel hombre los aventaja en el misterio con el que vive. Las historias que se cuentan certifican sus temores. El único policía rural de la zona decidió borrarlo del censo. Algunos dicen  que de puro miedo. Pero la verdad es que le debía un favor. Cuando el policía se encontraba de reconocimiento, un feroz puma lo atacó en medio de la nada y como si hubiese salido de las sombras Braulio se le lanzó encima con su cuchillo y lo degolló de un solo movimiento. Lo llevó a su rancho y por varios días le curó las heridas, para luego marcharse. Fueron escasas las noches en que charlaron y mucho el agradecimiento de aquel hombre a su figura de hombre solitario.
El rancho estaba cubierto de recortes de diarios. Todos daban cuenta de operativos antisubversivos, asesinatos, exilios y desapariciones. Esos recortes le bastaron a Juan, para saber de Braulio.
Juró protegerlo sin hacer preguntas.
Los criollos de la zona lo solían contratar para buscar su ganado o perseguir algún león que anduviera matando sus gallinas y becerros. Sabían que Braulio era un buen conocedor del monte y aunque no tuviera muchas palabras podían confiar en él, más aún si la Ley de la zona lo protegía.
Hacía cinco años que habitaba en la zona y cinco años que se enteraba de los asuntos del mundo por algunos diarios viejos que recuperaba de almacén en donde se abastecía, a veces pagando y otras haciendo changas.
Todas las noches se sentaba a orillas del fuego en el interior del rancho. Un plato de maíz o polenta lo acompañaba y un vaso de vino alcanzaba para mitigar la sed que lo envolvía. Sus ojos se habían hundido como ocultos de la luz del día en la caverna del tiempo.
Detrás del pelo revuelto y las humildes ropas se hallaba un muchacho apenas maduro y fuerte.
Sabía que había escapado del mundo, pero no de su destino. Cada vez que bajaba al pequeño arroyo que nacía al pie del rancho, en medio de la bruma de la mañana y el agua helada lo despabilaba, pensaba en su anterior vida y aunque solo hubieran pasado algunos años, para él, esos años suponían una pequeña eternidad. Con un lápiz viejo al que cuidaba como un verdadero tesoro había ido anotando todos y cada uno de sus recuerdos y la identidad de aquellos días para recordarse quién había sido y quién estaba siendo.
Sus primeros meses habían sido duros, aciagos y en más de una oportunidad había pensado que todo se terminaba, sin embargo, todo seguía a ese otro día en que sobrevivía y comprendía más y más ese extrañamiento en que la vida lo había puesto. Sin historia para contar y sin ninguna familia a la que acudir. La fiebre de sus primeros fríos y los pequeños animales que aprendió a cazar, le dieron la posibilidad de estar agradecido a lo que le rodeaba que como si se tratase de un acto de fe inmensa le proporcionaba el alimento necesario.
Se llamaría Braulio, como uno de los cantantes de los Olimareños.



Desde hacía unos días no dejaba de salivar, lo hacía cada vez que interrogaba a alguien y más aún cuando decidía violar a las mujeres mientras les pegaba o las tomaba de los pelos. Salivaba lejos de la rutina de los sometimientos, cuando pensaba o repasaba las escenas que lo tenían como protagonista.
A Hermes Luciano Valeiro le gustaba vestirse de mujer, lo hacía cuando estaba en su casa. Se ponía polleras sin ropa interior y se tiraba sus genitales para atrás. Se bajaba el bretel del corpiño y se decía a sí mismo en el espejo, palabras y términos lascivos capaces de hinchar el miembro que se salía de entre las piernas en donde lo tenía cautivo.
Luego de masturbarse volvía a poner las cosas en su lugar e irremediablemente peinaba su pelo de manera prolija esperando a que la casa se poblara de esa normalidad que tanto bien le hacía.
-Soy una persona de códigos, les decía a sus subordinados. Hemos compartido uno de los momentos más importantes en la historia de nuestro país. Hemos exterminado las raíces de este árbol subversivo que tanto daño nos ha estado haciendo. ¡Viva la Patria! ¡Viva Dios!...
No importan los nombres, ni siquiera los datos a extraer. En el momento en que se encontraban todo era experimentación y gozo. Experimentación que jugaba con los seres humanos que llegaban todos los días en horarios diferentes. Se trataba de un laboratorio en donde jugar, romper y rearmar. Pero en general eran más los casos en que debían dejar el lugar para otro que llegaba y para eso nada mejor que las fosas, nada mejor que la fragua de enfrentamientos armados, nada mejor que los ajustes de cuentas, más cuando los mismos contaban con páginas en los diarios, todos funcionales.
Luego vendrían las ceremonias, las misas. Las interminables charlas con el arzobispo.
El diablo había conseguido diseminarse como una enfermedad merced al comunismo y  la política.
Tenía poder, daba miedo, y se movía como dueño de una realidad que determinaba.
-Yo también decido quién vive y quién muere. Y cuando decía esto, sabía que no era del todo cierto, salvo en aquellos casos en que nadie reclamaba.




… 22.00 hs. Día del ejército.
Los hombres alrededor del fuego contemplan la carne que se va asando. Hay risas y anécdotas. Casi todos ellos cuentan sus historias. Apodos, relojes nuevos, espejos de pared, algunos electrodomésticos y mucha gente.
 Son dueños de la calle. Poseen credenciales que los habilitan a todo. Sin límite alguno. La gente que los conoce los cuida. Ellos saben que pueden ser determinantes en cualquier conflicto. Un par de teléfonos bastan para modificar el rumbo de una familia, de un hombre o de una mujer. Sus mejores anécdotas se basan en las sesiones en las que participan. Sesiones en las que todos apuestan. Se apuesta al tiempo en que «cantará». En la categoría en la que el sujeto se pasará a sus filas, en la reacción de los últimos momentos antes del disparo. Hablan de los cuerpos de las mujeres.
No de las violaciones. Eso lo guardan en secreto. Cada uno sabe. Cada uno guarda esos recuerdos y como una enfermedad espera más. La carne deja en ellos un sabor amigable. El vino en sus gargantas los va animando a mayores complicidades y más secretos compartidos. En definitiva saben que están hermanados a lo que sigue. A lo que vendrá. Aunque eso no importe.
El Coronel Herro aparece con su acostumbrada sonrisa lasciva y les anuncia la creación de la sección de canes. Habla de la importancia del adiestramiento mientras su cuerpo se balancea ebrio y toma un hueso de costilla de la mesa.
-Aquí les presento a Bobo, mi perro.
Con una soga al cuello el hombre en cuatro patas mira siempre al suelo. Responde a las órdenes de Herro. Se para en dos patas, se rasca y se echa, mientras sus ojos – aún vendados- humedecen el trapo que lo cubre. Olisquéa el hueso y lo va comiendo poco a poco mientras todos brindan por la ocurrencia el coronel. Alguno de ellos se animan a acariciar su cabeza y otros le dan algunas patadas mientras el hombre imita el gemido de un perro acorralado y ciego…
En el pequeño resquicio que le queda hace un pequeño agujero y en él guarda el pedazo de papel en el que ha ido poco a poco anotando nombres, descripciones. Cree que esa acción servirá para desencadenar otras.
No lo sabe, tampoco lo piensa. Necesita dejar una señal. Una marca. En ese socavón por donde pasan muchos compañeros y amigos, bardeados y golpeados, necesita dejar un rastro y una marca. Muchos como él adolescentes, serán masacrados antes de sus primeros besos. Besos que al igual que él, quedarán en la precoz imaginación con la que fueron deseados.
Usted se sienta en el arroyo cerca del rancho. Se moja la cara y el frío lo devuelve del sueño del que aún estaba saliendo. Está en su tierra. Pocas cosas sabe del mundo. Su amigo policía acostumbra a hablarle solo lo esencial, como si en sus retaceos lo protegiera. Han pasado muchos años. Todos ellos signados por el aprendizaje y el silencio. Está vivo, aunque no sepa de qué manera y la angustia comience a socavarlo desde el centro de su cuerpo cuando piensa que en algún momento deberá bajar al mundo, averiguar acerca de su familia, mirarse en el espejo y recorrer una geografía que desde años había sujetado en la memoria, y que seguramente no sería la misma, al igual que las personas a las que conocía y que deberían haber creído que estaba muerto,  preso, o desaparecido. Pero no, debía explicarles que estaba vivo. Vivo en el silencio del monte, en ese territorio en el que por primera vez había erigido un rancho gracias al adobe, a la paja y a algunos troncos y piedras que habían hecho de pilotes para sostener la precariedad en la que habitaba y de la que estaba plenamente orgulloso. El agua volvía sobre su rostro y lo aliviaba.
Usted lo vio llegar desde el sendero que bajaba de la montaña. Venía vestido con su uniforme y acompañado por otra persona. Pudo olerlos e incorporar la imagen de la joven que venía con él. Cuando hubo pasado el tiempo comprendió que aquello no había sido una infidencia o una traición, sino el regalo que podía otorgar la persona a la que le había salvado la vida: el amor. Inmediatamente que cruzó sus ojos con Marina, -que así se llamaba-, supo que ella adornaría las paredes de ese rancho y que sería quién podría demorar el regreso al mundo del que había partido.
La primera noche permanecieron en silencio mirando el fuego. Él apenas la miraba. Se sentía avergonzado y tosco. Había pasado muchos años entablando pequeños cruces de palabras con los lugareños y estar con Marina que le preguntaba cosas con ternura lo había incomodado, aunque poco a poco y como si hubiera abierto un grifo de agua estancada, su vida se abrió a la de ella. y de ese torrente de aguas terminaron abrazados, desnudos y agotados al lado del fuego. Su primera vez no había sido como se lo imaginaron con Walter o Diego. Había sido inmensamente distinto y superior…
-¿Desde hace cuanto estás aquí?
-Muchos años. Cuando vine no conocía el lugar, ni por cuánto tiempo y ni siquiera sabía si sobreviviría. Pero aquí estoy. Pasó el tiempo, construí este rancho y poco a poco me fui acostumbrando. No sé mucho del exterior y lo que leo tiene un retraso enorme. Algo del mundo se quedó…
-¿Y tu familia? Preguntó Marina.
-Algunos se fueron… otros
Supongo que me creen muerto.




Hermes Luciano Valeiro se lava los genitales. Atrás ha quedado la joven a la que ha violado y  obligado a gritar  que la coja para de ese modo salvar su vida. Está pegajoso y  sucio. Quizás el calor de la jornada, o la poca higiene en la que se encuentran los prisioneros haya sido la causa. Los manda a manguerear.
-Pongan un poco de orden carajo, -les grita a los soldados-, y bañen a esos hijos de puta que huelen como marranos. Desde ese día en adelante ese aroma lo perseguirá por siempre. No dependerá de los días, la temperatura, o los cuerpos torturados. Será para siempre. Un olor rancio, mezcla de podredumbre y acidez que lo enfurecerá más y más en los interrogatorios y lo llevará a que muchos de sus compañeros de armas lo esquiven o se ubiquen más lejos. En su propia casa su mujer decidirá, por primera vez, separar las camas, con la excusa de no aguantar sus golpes de dormido y sus propios hijos uno a uno se irán alejando de la casa y de él.
Por más que use mucha cantidad de perfume nada será capaz de contra restar el hedor de su cuerpo. Nada.
Hermes Luciano Valeiro sabe que ese aroma es parte de la carga que debe llevar como soldado de la patria. Se sabe peronista, de aquel Perón que echara a los jóvenes y que pusiera a López Rega como ministro para crear el temido escuadrón  parapolicial de las «AA A» y el Comando Libertadores de América .
Hermes Luciano Valeiro cree que será reconocido en el futuro. Sin embargo, le inquietan las estadísticas de los que se fugan y de los que no logran encontrar.
-Nadie debe quedar. ¿Se entiende? ¡Nadie!, -comenta en un curso para suboficiales-, ¡N a d i e!
Los participantes intentan contener las arcadas que les provoca la presencia del cuerpo cuando pasa por el lado y perciben el aroma rancio y despreciable que emana del superior. Algunos de ellos creen que ese hedor fue contraído por la valentía de sus actos. Para otros, el hedor encarna la maldición marxista y para pocos ese olor demuestra pocos hábitos de limpieza.
-La inteligencia es un acto que no se aprende,- continúa. La inteligencia nace con nosotros a la hora de sacarnos los males de encima y para eso basta con proceder conforme los objetivos finales: el orden y el cumplimiento de metas cristianas y los valores nacionales… la felicidad es la del rebaño dice, mientras sonríe como si hubiera dicho una frase propia de un prócer.


Los días de Braulio son mansos. De vez en cuando la presencia de Marina lo ayuda a convivir con el silencio y cuando llega, siempre con algunos regalos, la recibe con ternura y con distancia. Es la distancia aprendida en estos años.
Marina le produce contradicciones. Su manera de ser despojada y libre, su ausencia de compromiso y ese calor propio de la edad que la hace ir hacia el amor como quien realiza un acto necesario y diario, lo ponen en una situación difícil e irresistible como lo es enamorarse.
Todas las mañanas desayunan juntos. Él le lleva unos mates a la cama y ella con una sonrisa lo recibe entre besos. Caminan por el monte y en los días cálidos se bañan desnudos en el río que los cobija y sujeta. Son días plenos que parecieran no existir en el mundo que los rodea.
Marina le ha ayudado a averiguar algunas cosas sobre su familia.
Es trabajadora social del Ministerio de Educación y cuenta con la simpatía de su jefa que la destinó en aquellas zonas para sacarla de las sospechas rutinarias de todos los que trabajaban en relación con la gente. Poco sabe de sus compañeros y aunque lo dicho por Marina es esperanzador, no cree que la información sea suficiente para regresar de inmediato. Debía seguir esperando.
Se había acostumbrado a que Marina fuera y viniera. A veces demoraba un par de semanas y otras apenas dos o tres días, sin embargo la demora extendida lo había llevado a desconfiar y a sentir angustia. Ya no podía atender a las gallinas que se paseaban por el rancho en busca de migas o maíz, y menos aún prever el otro día por venir. Se desvelaba y hasta creía escuchar voces provenientes del monte que preguntaban sobre su rancho y sobre él. Imaginaba lo peor y en cierta manera vislumbraba la posibilidad de que lo fueran a buscar, ya que de un modo u otro si ella hubiera «caído» por alguna razón, no creía que fuera capaz de aguantar la tortura a que sometían a los prisioneros.
Las noticias de Juan, el policía amigo, le devolvieron la calma. Mariana lo había contactado para hacerle llegar un mensaje.
«Querido Braulio, estoy bien. Me he tomado un tiempo para pensar nuestra relación.»





PARTE III






Usted reconoce la cuadra y aunque la casa sigue siendo la misma, las flores del jardín son otras acompañadas por árboles antiguos, uno de ellos plantado por su padre.
El recuerdo de él lo acompaña intensamente. Cada hoja de aquel árbol pareciera guardar un recuerdo y escenas que va recuperando al igual que sus lágrimas.
Ya no es su casa y tampoco puede pedir entrar ya que teme ser reconocido.
Marina lo espera en el café de la esquina. El tiempo transcurrido ha cambiado las cosas de manera singular. Piensa en eso. En varios años hubieron casas nuevas y otras derrumbadas, escombros, y allí en los baldíos plazas de juegos. Los autos también se modificaron y la ropa con la moda fue cambiando conforme los gustos e imposiciones de la época.
Marina lo observa como si estuviera mirando a otro Braulio que a aquel que conociera en medio de las sierras altas. Lo ve confuso y torpe en medio de ese mundo para ella habitual. Caminan por el centro de la Ciudad y desde la esquina puede reconocer la vieja librería que lo cobijara en su huida. Permanece igual y hasta cree ver en la vidriera el libro que años atrás hojeara y lo sustrajera del sonido de las sirenas que lo buscaban. Como si estuviera impulsado por fuerzas extrañas ambos ingresan tras el tintineo de unas campanitas.
Reconoce al hombre tras el mostrador. El mismo permanece igual que años atrás y él también lo recuerda. Le extiende la mano y lo saluda, y cuando lo hace le pregunta acerca del campo. Usted lo mira sorprendido y casi como un acto reflejo le cuenta.
Le acerca el libro que estaba leyendo años atrás. El libro que había conocido en la casa de Walter, minutos antes de ser emboscado y detenido. El libro del que no recordaba el título, tampoco al autor y del que sin embargo había reconocido la frase de los árboles que tanto tiempo estuviera pensando.
El señor Colucci, que así se llama el librero, le obsequia unos libros y lo abraza. Braulio apenas puede mantenerse sin llorar. Es la primera vez que alguien en mucho tiempo le regala algo.
Ya no se escuchan tantas sirenas en las calles y las pocas que se oyen denotan la existencia de un accidente.
El encuentro con la madre de Walter fue difícil. Allí el tiempo verdaderamente no había pasado, y al contrario de lo observado en la calle y en la moda, se hallaba detenido de manera contundente y única. Si bien la casa permanecía igual, nada en el jardín hacía suponer la existencia de personas. Viejas enredaderas quemadas por el frío y yuyos vencidos se precipitaban sobre el ingreso dando la sensación de una casa deshabitada y lastimada por la tragedia.
Irene hablaba con Braulio mientras Marina cebaba mate. Sus ojos se encendían en el relato de los hechos que siguieron al secuestro de Walter. Todas las puertas golpeadas, todas las puertas cerradas, las amenazas y la indiferencia de la gente, aún la de los vecinos y la de los propios familiares que acostumbraban señalar que lo sucedido, por algo había sido, tal y como lo habían establecido los discursos militares. Nada pasaba sin una razón suficiente y sin que no se mereciera.
Pero Walter no se lo merecía, decía Irene. No se lo merecía.
Mientras hablaban, las manos de Irene y de Braulio permanecían entrelazadas con firmeza.
-Mirate Pablito, mira cómo has crecido, -decía la madre mientras temblaba su mentón y caían de sus ojos copiosas lágrimas -si estuviese Waltercito ¡cómo te abrazaría!-, tan solito y viviendo en el campo, sin tu familia y sin tus padres…
-¿Qué nos ha pasado Pablito, qué nos ha pasado?
Braulio hacía denodados esfuerzos por no quebrarse frente a la madre de Walter. Se lo debía a él y a la amistad que ambos tenían.
Cuando salieron de la casa, Marina le tomó la mano en silencio, y así en silencio caminaron hasta el departamento. La vuelta a la Ciudad había comenzado. Pero ese comienzo era apenas el pálido inicio de lo que estaba por venir.



A Hermes Luciano Valeiro le sonaba el nombre, aunque no podía precisar de dónde. Miró la estantería. La cabeza que se hallaba allí  flotaba en un líquido verdoso. Era un trofeo del que tendría que deshacerse. Las épocas que se avecinaban eran distintas y el amedrentamiento reconocía otras estrategias para lograr los objetivos. Entonces supo de quién se trataba.
-Otro que se me ha escapado, -se decía para adentro, mientras se colocaba su dosis de perfume, intentando con ello ocultar ese hedor que lo acompañaba desde hacía años.
Ya habían ido deshaciéndose de los pocos detenidos que tenían. Cierta melancolía comenzaba a recorrerlo y las instalaciones que albergaban colchonetas con subversivos tirados en ellas se encontraban vacías. La alegría de los comienzos había quedado atrás. Ya no ostentaban tanto poder como entonces y hasta habían tenido que soportar a varios familiares que los enfrentaban cuando los reconocían en la calle.
-Unos meses atrás eran boleta, -pensaba.
La mirada de muchos de ellos había cambiado y en ciertas ocasiones y discusiones propias, varios habían deslizado la posibilidad de contar lo hecho y deslindar responsabilidades, cuestión que había desatado la furia de los superiores y las amenazas a toda la familia del balbuceante. No obstante la renovación de los votos de silencio, algunos, del ala más dura sabían que esos que dudaban no debían llegar a la puerta de ningún posible tribunal. Y jamás llegarían.
-Todo debe ser puesto en duda, -afirmaba Hermes Luciano Valeiro. Nada debe ser aceptado y en general piensen que los familiares y los pocos sobrevivientes nos temen más de lo que creen. Para eso los hemos trabajado durante muchos años: para quebrarlos e inutilizarlos. Y créanme, hemos triunfado y seremos siempre héroes de esta historia que nos ha tocado vivir. ¡Viva la Patria!.

El aire frío del invierno da vueltas alrededor de la cuadra. Hay silencio. Algunos camiones permanecen apostados junto a la vereda prolijamente pintada. En el interior, un disparo desencadena una serie de corridas sin sentido ni dirección, al punto que uno de los soldados se arroja a tierra apuntando hacia el ingreso del predio.
Nada más se oye que silencio, ni nada más se siente que la navaja con que el viento recorre el rostro.
El personal apostado en el lugar, algunos conscriptos y otros suboficiales, saben que en la noche ese lugar se puebla de voces y de gritos. Voces antiguas que parecieran haberse quedado en los rincones y atrapadas entre las grietas ciegas del cemento.
En el piso del interior permanece tirado el cuerpo de uno de los oficiales a cargo, próximo a él la pistola aún humeante, que certifica la soledad del hombre con el arma y el enigma de un suicidio del que todos saben el motivo aunque nunca lo digan. En el aire un papel danza sin rumbo. Es pequeño y con una caligrafía de niño. Nadie se percata de él en el momento, como nadie intenta mover el cuerpo ni observar el último gesto. Esa tarea es de los oficiales que ya están en camino.
Algo en él se ha distanciado. Quizás el tiempo transcurrido o la incertidumbre sobre la desaparición de su padre. Sus hermanos lo miran extrañado. Aún no saben si es cierto. Si está vivo. Si es él. Su presencia cuestiona la actitud de todos. La pereza por no haber averiguado el paradero de su padre, el abandono del mismo y la funcionalidad de muchos de ellos al haber aceptado sumisamente las reglas y los códigos de la dictadura asesina. Tampoco le importa. Sabe que su vida se ha recortado sobre otra superficie a la conocida de niño, cuando sus días transcurrían mansamente sobre un horizonte ordenado y previsible. Su casa ahora, no era su casa y su familia le recordaba un pasado próximo y distante. Yo soy Braulio les había dicho, y soy de las regiones altas de las sierras. Tuve unos padres que fueran secuestrados por la dictadura. Lo siento, a ustedes no los conozco y ustedes tampoco me conocen, por lo que creo que tenemos pocas casas por compartir.  A veces uno llega para irse como un pájaro de alas resplandecientes.
Hermes Luciano Valeiro está dejando la piel que lo cubre. El médico que lo atiende apenas puede soportar el hedor que se desprende del cuerpo con manchas rojas. No doy más, le dice al joven que lo atiende. No puedo sacarme el olor que me envuelve y la única manera de hacerlo ha sido pasándome un cepillo grueso con fuerza. Prefiero el olor de la sangre a esta inmundicia.
El joven lo mira y cuando logra averiguar los datos legales e históricos reconocibles del hombre, vislumbra el perfil del mismo. Es el perfil de un asesino, se dice para adentro. De allí en más su trato será distante y las palabras escasas para el tratamiento que le sugiere.
Hermes Luciano Valeiro sabe que el médico que lo atiende siente repulsión por él, aunque se lo atribuye al hedor de su cuerpo y no a su pasado reciente. El joven médico no conoció a su madre, ya que se la habían llevado estando embarazada por lo que fuera criado por sus abuelos. Algo de aquel hombre le recuerda a su madre y a su destino.






Usted cruzó el río buscando la otra orilla. Hacía tiempo que no regresaba a su hogar. Y allí, a diferencia del mundo exterior, todo permanecía intacto. Las hormigas trazan un camino sinuoso desde las piedras hasta el interior de la casa y una familia de cuises habita en uno de los cajones de la cocina. Los perros apenas presintieron su llegada se desprendieron de los ranchos aledaños y distantes.
La ciudad había quedado como un mal sueño, un paréntesis que lo regresara al pasado. Su paso por la justicia fue solo de un par de días y lo que más tiempo le llevó fue el encuentro con sus hermanos y con la madre de Walter.
Él era Braulio. Y de esa manera habría de elegir vivir en ese rancho. Braulio cuya familia fuera destruida y cuyo padre fuera decapitado. De allí en más sus días transitarían por los senderos brumosos de la mañana y los esporádicos viajes a una ciudad en donde debería testificar, contar parte de su vida pasada y de los datos que fuera recogiendo a través de los años.
Acostumbraba a viajar con el libro que le regalara Colucci, sabía de memoria los poemas y pese a eso prefería leerlos uno a uno en los diferentes entornos en que descansaba de sus tareas diarias.
El contacto con algunos de los sobrevivientes de los campos de concentración lo llevaría a viajar al predio del ejército destinado a las tareas de exterminio, y a indagar profundamente en los miembros ahora imputados de las fuerzas armadas encargadas de las tareas de tortura y muerte de los militantes de aquel entonces, que al igual que Walter y tantos otros, permanecerían en el silencio de la muerte y en el posterior ocultamiento de sus restos.
Fue allí después de un viaje agotador, siempre acompañado por Marina, que su cuerpo colapsara. Presintió la presencia de Walter, de Diego y la sombra de su padre mirando atrás de una de las ventanas. Marina lo aferró con fuerza en el temor de que se desplomara. Caminó solitario y en silencio, escudriñando cada uno de los muros y de las paredes. Caminó en la complicidad de las sombras de la tarde percibiendo lo que nadie había percibido antes. Fue allí en que una a una fue recogiendo aquellas escrituras de niño que se hallaban apenas enterradas, en los diferentes lugares donde creía ver los cuerpos que transitaban rutinariamente, en la alternancia de los interrogatorios y las salidas siempre últimas al espacio del silencio y del ocultamiento.
Una a una las fue leyendo y una a una guardando en el interior de la mochila que llevaba y dentro del libro de poemas que siempre lo acompañaba. Sabía que esas palabras testimoniaban no solo la existencia de ese lugar como centro de detención y exterminio, sino que acusaban de manera directa a todos los que se hallaban imputados.
La tarea del libro vino después.



Hermes Luciano Valeiro está cansado de todo. De los constantes acosos de la justicia, de las preguntas de sus hijos, del rechazo de los anteriores amigos y de la negación de los hombres que antes lo idolatraban  y que ahora eran gobernadores, intendentes y funcionarios. Todos y cada uno de ellos lo habían dejado a la buena de Dios. Pero fundamentalmente estaba enojado por el incremento de su hedor que lo alejaba de todo, aún de sus camaradas.
Nadie lo quería cerca y nadie lo soportaba. De alguna manera el hedor que emanaba recordaba en mucho el olor característico de las cuadras en donde se depositaban los cuerpos de los detenidos, la mezcla de sangre, sudor y semen del cuarto de interrogatorios por más lavandina que arrojaran en su interior, en el piso o en las paredes. Nada lo sustraía de esa presencia extraña, ajena y subversiva que iba de manera gradual y constante tomando todo su cuerpo y todo lo que lo rodeaba. Un hedor propio de otro mundo, un hedor pastoso y húmedo. Un hedor incapaz de soportarse por mucho tiempo, al punto de que tanto los jueces, como los abogados defensores y querellantes, habían pedido habilitar para el juicio que se avecinaba, un receptáculo de cristal capaz de contener tamaña hediondez.
Era vergonzoso e insoportable pensar aquella situación sin sentir, aunque fuera de manera distante, la posibilidad de cierta venganza de los asesinados por él. Sin embargo para Hermes Luciano Valeiro esa posibilidad lo único que implicaba era la certeza de haber hecho todo lo que tenía por hacer para terminar con las raíces comunistas, antes que éstas se expandieran en el tejido de la sociedad.
Lo que no sabía era que quién habría de construir el cubículo de cristal que lo alojaría, dejaría algunas microfisuras para que al menos parte de esa fetidez saliera del mismo y fuera percibida por los espectadores y la prensa.





PARTE IV




Armar la historia de los papelitos encontrados no fue fácil para Braulio. Cada uno de ellos poseía una fuerza propia que abría el recorrido de una persona en las condiciones más inhumanas. Cada uno de ellos se extendía en miles de palabras y se continuaba en la línea del tiempo que los secuestradores habían querido cortar.
Los nombres se entrelazaban y, con pocas y medidas palabras, susurraban en el silencio lo que allí ocurría y lo que otros habían querido callar. Fue cruzando esos pequeños testimonios con los otros rastros de los sobrevivientes y junto a ellos, pudo armar las historias de varios de sus antiguos compañeros y hasta el de su propio padre.
Hubo momentos de insomnio, de pesadillas. Momentos de angustia al revivir cada uno de los posibles recorridos hasta la fosa en donde los ocultaron.
Usted nunca supo lo que iba a pasar. Tampoco previó la extraña alquimia de las voces que retornaban a ser escuchadas a través del tiempo. El viento entonces se tornaba una garganta de palabras que susurraban en todos los sentidos posibles.
Colucci, el librero, lo ayudó en la edición, sin saber lo que ese libro iba a desencadenar.
La furia del tiempo, la guadaña de la muerte, el alarido de las lápidas, los gritos del espanto.
-Un solo libro es suficiente para abrir las puertas del infierno, -le decía Colucci y un solo libro es susceptible de ser leído por millones. En aquel momento no lo comprendió. Lo haría después.
Marina había ido cambiando a través de los meses. Creía que las razones de esos cambios habían sido culpa de sus movimientos y del incesante ir y venir de aquellos días. Algo en ella se había modificado. Ya no era la misma. Pasaba horas enteras sentada fuera del rancho mientras Braulio buscaba leña o se dedicaba a los quehaceres diarios.
Hablaba muy poco, como si toda ella estuviera ivernando recluida en su propio mundo y en un territorio vedado para Braulio.
Fue una noche mientras miraban en silencio el fuego, que ella comenzó a contarle lo que le estaba pasando.
-Nunca pensé que lo ocurrido pudiera tocarme tanto. No puedo dejar de sentir…  Ya no duermo y mi cuerpo se encuentra pesado y desganado. No sé Braulio. Me pregunto tantas cosas…
Usted sabe que el amor simplemente se habita, y cuando ello se acaba, las razones del mundo son las que pesan en las decisiones que se toman.Y entonces la casa se deshabita. En realidad las mismas son justificaciones. Usted lo sabe. Marina lo ha dejado. Ha dejado de habitar sus espacios, de poblar sus silencios. Nuevamente el vacío se posa en su cama y la mañana es otra en la soledad del día. A veces las cosas pasan de esa manera.
Usted la escuchó en silencio y en cada palabra fue de un modo u otro agradeciéndole la presencia y entrega en aquellos momentos donde la ciudad era un ámbito hostil y ajeno.
El tema sigue siendo el de los árboles, se decía. No hay cipreses, sino espinillos y talas…

La época de sequía prolongada cubrió los campos de cenizas y el páramo de Villa Iñique sufrió uno de los incendios más devastadores. Nada quedó en pie, ni los pastizales naturales, ni las orillas de los arroyos. Su rancho quedó deshecho, convertido en un cúmulo de piedras sobre la paja quemada.
Nuevamente el desastre lo llevaría a emigrar a la ciudad. Nuevamente las vicisitudes de la vida lo impulsarían a tomar aquellas decisiones, que así como lo habían llevado a aquellos lugares, ahora le devolvían definitivamente al espacio del que había partido.
Recordaba su primera caminata y todos los pensamientos que lo acompañaron en los primeros días. Las piedras que una a una había cargado para construir las paredes. La paja de su primer colchón y los nobles travesaños del techo que fuera cargando uno a uno hasta sellarlos con paja y lodo sobre su cabeza.
Su casa, que lo había albergado durante tantos años se había inmolado en una pira de fuego para volar a las regiones altas del cielo, desde donde seguramente volvería a construirse para refugiar a tantos otros que ya moraban allí a la espera de su regreso.
Lo hecho hecho está, le decía Colucci. Ahora sos mi empleado y vivirás arriba, en el departamento que tengo y no habito.
Sus días en la librería le permitieron indagar sobre textos nuevos y viejos. Repasar páginas y páginas de diferentes autores que le fueron ofreciendo otras miradas para comprender el mundo. Ese mundo del que se consideraba ajeno. Su única perspectiva seguía siendo la de sobrevivir, aunque la proximidad de terminar su libro lo colocara en la disyuntiva de lo que iba a hacer cuando eso sucediera.
Hay que dejarlo descansar antes del final, le decía Colucci; a lo que él asentía de manera mansa, pensando para sus adentros que el descanso no era una palabra habitual con la que conviviera.
Cuando terminaba de trabajar entraba al cine próximo donde veía aquellas películas viejas y prohibidas durante la dictadura. En una de ellas volvió a encontrar a Marta, su primera novia. Repasaron los primeros besos desde la butaca del fondo, aunque ya de grandes, esos besos con serían el preludio de otra instancia a concretar en el departamento de ella.
-¿Creés que las cosas vuelven al lugar de donde las dejamos? le había preguntado ella.
-No, dijo. Todo continúa de otra forma. Lo dicho lo sorprendía. ¿Habría un plan preciso para todos los seres humanos, o simplemente sería el azar lo que tejeria la existencia? Él debería sostener y llevar hasta su último aliento la memoria de aquellos a los que había sobrevivido. Y hasta que no encontrara los restos de su padre en las partes en que se encontrara, no habría descanso.
La vida está construida de partes y dividida en partes, se integra y se disgrega sobre el mismo nombre…Pensaba.
El hombre que lo había abordado era apenas unos años mayor que Braulio. Yo estuve con tu padre, le dijo. Se quedó paralizado. Era la primera vez que la voz de «tu padre» lo regresaba a una parte del mundo que creía solo habitada por su voz. «Tu padre», volvía a repetir el hombre. Sin presentación de por medio y en el mismo lugar en donde fuera abordado, supo de sus últimos momentos. A Braulio siempre le aparecía la imagen de él descalzo y metido en el baúl del auto rumbo a uno de los campos de concentración destinados para todos aquellos que chupaban en las noches, previa inteligencia del lugar. Las palabras de aquel hombre iban de un modo u otro armando la escenografía en donde su padre comenzaba a habitar.
El tiempo es apenas un segmento, un trecho siempre dispuesto a volverse presente. En él no importan demasiado los años transcurridos ya que posee en sí mismo el don de regresar a través de la palabra. Y era eso lo que sucedía con cada palabra del hombre.
Cuando lo dejó –sin conocer su nombre- permaneció en el mismo lugar sin poder moverse. Respiró profundamente sintiendo un extraño temblor en las manos.

Los colores de la tarde son imprecisos. Cambian día a día. Las historias también, por más sólidas que parezcan. Cambian.
En el departamento de arriba de la librería no le faltaba nada. Se había acostumbrado a la soledad y al silencio. Repasaba las hojas del libro, que ya había terminado, y en cada una de las palabras y frases ahí escritas encontraba siempre un sentido nuevo.
Había visto lo que hacía el libro en las manos adecuadas. La ignición de sus páginas y la ligereza de las cenizas escapando a través de las ventanas. Lo había visto y guardado en secreto. Para otros, en cambio, se trataba de un libro más. De una serie de testimonios capaces de hacer saltar las lágrimas por el solo hecho de imaginar los momentos en que fueran escritos.
Sólo rastreaba los nombres y averiguaba el destino de aquellos que habían estado asignados al campo de concentración en que estuvieron su padre y Walter. Casi todos policías y militares. Sin embargo, los policías eran más fáciles de rastrear. Sus legajos pertenecían al dominio público y habían seguido visibles y en actividad, gracias a la complicidad de políticos que de esa manera salvaban  «los favores» que les debían de la época de sangre.
La tecnología le permitía averiguar sus actividades y luego entraba a la etapa de seguimiento e inteligencia en donde esperaba, solo esperaba, que algún signo se precipitara e hiciera que le entregara el libro seguido de las palabras adecuadas. Lo difícil de todo aquello era cuando se topaba con los civiles. Esos permanecían en silencio y a las sombras. Tenían una vida, una familia y hábitos de hombres normales. Casi todos ellos absolutamente creyentes y de una cotidianeidad asombrosa. Llevaban a sus hijos al colegio o jugaban los fines de semana con sus nietos. Él solo pensaba en la cantidad de abrazos que esas personas les habían negado a otras. En las casas que habían dejado vacías, en el itinerario de los álbumes que habían cegado, en las fiestas que habían dejado de hacerse. En esos momentos el aire se escapaba rápidamente de sus pulmones y una pesadez se abría de manera contundente. Estaba vivo, al igual que esas personas a las que miraba transcurrir sin ningún atisbo de culpa.
El sargento Sosa era uno más. Otro nombre al que seguir. Su legajo presentaba páginas en blanco y su foto de cuando era joven no tenía la mirada de un asesino como los otros, a los que había investigado. Si bien aquello le llamó la atención, pensó que se trataba de un enmascaramiento, de esas ironías a que la vida lo había acostumbrado a ver. Su casa se hallaba en las medianías de un barrio pobre y de todas ellas se distinguía por las flores que se hallaban prolijamente dispuestas en el frente de una casa a la que le faltaban los revoques.
El impulso fue inicial. La puerta estaba abierta. Apenas unas sillas y una mesa en el interior denotaban la austeridad de quién vivía allí. Sus pasos fueron silenciosos hasta que la voz del hombre lo sobresaltó.
-Te estuve esperando, le dijo.
El hombre permaneció de pie y sin otra palabra de por medio se sentó.
-Las cosas son de este modo, Braulio. Y cuando sintió su nombre se le aflojaron las piernas.
-¿Cómo es que sabe?
-¿Tu nombre? Sé muchas cosas, algunas que ni vos mismo sabes, Braulio. El hombre encendió un cigarrillo. Pensaba que ese encuentro podría significar el último.
-Yo recibí a tu padre en La Rivera, le dí agua en secreto y escuché su voz agonizante. Supe que iba a morir ya que varios de mis camaradas me lo habían dicho e incluso, el hombre de los perros, como le decíamos a Herro lo quería para su estantería. El hombre se tomó unos segundos. Yo no pude hacer nada. Era uno de ellos y si te estás preguntando si maté a alguien, la respuesta es sí. Mate a más de cinco. Los fusilé frente al muro y luego les dí el disparo de gracia. No es bueno, lo sé. Apenas he podido dormir y las más de las veces veo sus rostros, la expresión de sus ojos y hasta creo escuchar los susurros con los que se iban de este mundo.
-Te estuve esperando. Pensé que ibas a venir antes. No puedo quitarme la vida, aún no. Me falta hacer tangible y real lo que se me aparece en los sueños y para eso estás aquí. Tampoco quiero que me perdones. Ya no hay perdón cuando se ha derribado el muro y vivido en los escombros que nos quedan. Pero quería encontrarte y mirarte. A veces los mensajeros tienen algo más que decirnos y  de un modo u otro nos completan. Allí, en el cajón, te he dejado un manojo de papeles que quiero que te lleves.
-¿Tenés algo para mí?
Caía la tarde, las luces de los faroles de la calle eran tenues y las sombras permanecían inmóviles. Un sabor amargo se paseaba por su boca. Era la primera vez que se topaba con uno de ellos de ese modo y esa instancia lo ponía en un lugar diferente, sin la iniciativa y la sorpresa de su parte. Nunca había pensado que para algunos su mandato pudiera significar el alivio final y el deseo de ser encontrado.
No todos somos iguales, había dicho Sosa. Pero bueno, las cosas son así… dejá la puerta abierta. Gracias.
Y la puerta permaneció de ese modo. Abierta.
Braulio lloró esa noche como no lo había hecho antes. Bajo el aguacero crecieron las flores del jardín y los ríos aumentaron su cauce. No hubo desiertos en donde no lloviera y ni un Moisés antiguo que hubiera podido anticiparse. Sin embargo a toda llovizna le sigue el sol, la luz, el calor y con ellos la sequedad de los días.
Cuando vio a Hermes Luciano Valeiro en su jaula de cristal su corazón se detuvo, sabía que él había asesinado a su padre y a Walter. Ese hombre ahora viejo, se movía incesante dentro del cubículo de cristal. Su hedor era perceptible menos para él.  Los que permanecían cerca no podían ocultar el asco. Era insoportable.
Hermes Luciano Valeiro miraba a todos de manera desafiante, como si fuera una fiera acorralada, y aunque todavía no tenía colocado el micrófono, sus labios se movían de manera imprecisa dando cuenta de todas las palabras que no lograrían salir fuera de los límites a los que había sido consignado.
Braulio lo miraba y él miraba a Braulio. Quizás Hermes Luciano Valeiro nunca pudo adivinar que Braulio era hijo de su padre,  compañero de Walter, pese a ello, ambos se reconocían enemigos. Lo decía la intensidad de sus miradas que no se apartaban, lo decía la agitación de los labios del represor y la seguidilla de golpes contra el grueso vidrio que iba propinando con fuerza. Eran tales que tuvieron que cubrir la jaula con unas cortinas para que la fiera de su interior fuera tranquilizándose.
Braulio deslizó bajo el cristal la hoja del libro que siempre llevaba consigo. Era la página original que encontrara en la Perla en su primera visita y que diera lugar al libro que construyera con Colucci, y de igual modo que hiciera innumerables veces se alejó de él murmurando … «se me quemaron las alas, se me quemaron, así de simple».
En Villa Iñique jóvenes Talas crecían donde antes se encontraba su rancho.
Atrás los gritos de la gente se hacían perceptibles y fantasmales. Una fiera ardía y danzaba furiosa en medio de las llamas. El olor había desaparecido.

sábado, 14 de julio de 2018

Complicidades




I







Hay escombros en el fondo de mi casa

pesadas vigas que antes sostenían aquel techo

Hay escombros en la esquina

por donde corren las aguas del destino

y escombros en la cocina

entre los zapatos

que el olvido dejó bajo la cama

hay fotos que se escombran

en la memoria de los rostros y en el polvo de los días

escombros que levanto

y que regresan





II






No puedo dejarte

aunque la revolución este de viaje

más allá de los hombres

y sea ese pañuelo blanco

que arrastra el viento


No puedo dejarte

en las palabras que se pierden

y que olvidamos

tampoco clausurar la puerta

a esta manera de mirar el mundo

eso que nos falta

ese juguete compartido

o esa voz que escuchamos

se ha disuelto

ya no hay niños entre la fruta

ni travesuras sin consensos.




Gonzalo Vaca Narvaja

Sobre la foto de Damiana






India guayakí

La imagen es de Aché Damiana, conocida en su pueblo como "Kryygi" (tatú de monte), aquí fotografiada por el antropólogo alemán Robert Lehmann-Nitzche, antes de su muerte en 1907.

Intensa, corta y cruel la historia de Kryygi. En 1896 era una criatura de dos o tres años cuando colonos alemanes atacaron la aldea en que vivía, en un bosque al sur de las sierras paraguayas del Ybytyruzú. Después de la matanza, los colonos se la apropiaron y la bautizaron "Damiana", en honor a San Damián, patrono del día. El antropólogo Herman Ten Kate (quién también recogió los huesos de la mamá para estudiarlos) anotó las medidas antropométricas de la niña y perpetuó su imagen en una fotografía cuando aún era pequeña.

En 1898 Kryygi fue trasladada a la localidad bonaerense de San Vicente, Argentina, donde sería preparada como sirvienta en la casa de la madre del filósofo y psiquiatra Alejandro Korn, ubicada a pasos del Museo de Historia Natural de La Plata. El museo estaba lleno de antropólogos alemanes como Robert Lehmann-Nitzche, quien la sometió durante años a estudios antropométricos para compararlos con los de una niña europea de la misma edad, y quedó asombrado ante la soltura con que Kryygi hablaba el castellano y el alemán, teniendo en cuenta que a las razas indígenas se las consideradaba sub-humanas.

Al llegar su despertar sexual, Lehmann anotó: "Considera los actos sexuales como la cosa más natural del mundo y se entrega a satisfacer sus deseos con la espontaneidad instintiva de un ser ingenuo". Los intentos por educarla dentro de las reglas morales cristianas de la época no resultaron, y por eso fue declarada insana mental. Alejandro Korn la internó en el hospital Melchor Romero pero le fue imposible contenerla y la acusó de delincuente, encerrándola en una casa de corrección de Buenos Aires. En 1907, Kryygi falleció de tuberculosis a una edad estimada de 14 o 15 años.

Después de morir su cuerpo fue decapitado. La cabeza fue enviada a Berlín, donde fue estudiada por el famoso antropólogo Hans Virchowl. Los estudios fueron publicados en numerosas revistas especializadas.

Más de 100 años después, el 10 de junio de 2010, un grupo de antropólogos argentinos del Museo de Ciencias Naturales de La Plata restituyeron los restos mortales de Kryygi hasta la comunidad Aché de Ypetimi (departamento de Caazapá). Ancianos, jóvenes y miembros de otras comunidades vecinas concurrieron a rendirle homenaje, velándola toda la noche y dándole sepultura en el bosque. El cráneo fue devuelto en mayo del 2012 desde el Hospital La Charité de Berlín, Alemania.

Al fin Kryygi descansaba en paz.

Por la justicia seguiremos luchando.

Fuentes: Archivos del Diario ABC COLOR./ Sitio web de la Secretaría Nacional de Cultura (Paraguay). / Fotografías Antiguas del Mundo.







I

una lluvia espesa le declara la guerra a los rincones
a las baldosas
       a los cristales
se mete en la hendijas de las puertas
decolora los muros
y muta en el rostro de Damiana
la chica Aché que nos regresa desde el tiempo
a susurrar las injusticias del colono
la crueldad de los blancos

y es vegetal el aliento que crece en la selva
y es su cuerpo joven y bello
el mejor recuerdo de su precoz y trunca vida

una lluvia espesa le declara la guerra a los rincones
se lleva las palabras de los libros
las voces de las esquinas
los gritos de Damiana

un lluvia como ninguna otra
arrasa a las poblaciones del silencio
y se llora en los cauces de los ríos

¿cuánto tiempo ha pasado?
aún en la muerte el colono con su ira
robará su cabeza y exhibirá el cuerpo

Damiana
la niña Aché de la selva
correrá entre las hojas como el aire
se vestirá de peces
y de pájaros
abrirá su boca a todos los besos
reirá con la gracia de los niños
y saltará por las zanjas

Damiana
como un árbol frente al río
juega con las hojas


II


El Dr Korn toma sus medidas
es cauto, prolijo, puntilloso
el Dr Korn lava sus manos
le toma fotos contra el muro
ella lo mira en silencio
y en silencio vuelve a nombrar en su lengua
las voces de sus padres asesinados por el colono

le han enseñado a servir la mesa
a pedir disculpas
a vestir delantales y guantes
a ocultar su ira
a esconder su tristeza
Damiana la niña Aché de 15 años
se escapa por la noches
cuando el amor la llama


Gonzalo Vaca Narvaja






La patria, marzo 2014




La patria respira
se dilata y se contrae
en la boca de un niño.


La patria es el espejo,
el viejo y ajado cortinado
que muestra sus espaldas
oculta en los rincones


la patria se orilla en los ríos


recuerda
las voces
de lo que pudo ser y no será
e intenta olvidar a sus muertos

a los ejércitos de chicos
que la agitaron siempre por las tardes
en que iban a beber el futuro
escondido entre sus piernas
porque la patria también
se arrodilla frente al general que la demanda
aunque acaricie la mejilla del obrero

tan próxima y tan esquiva

la patria se sube al ómnibus
compra el boleto y se queja
escupe al chofer y olvida al empresario
la patria se baja y camina
siempre con la presión alta
y un sudor frío a sus espaldas


la patria acaricia al niño en la calle
canta una canción y protesta en las avenidas
come en los restaurantes de bajos precios
y el café en los hoteles caros
se calienta con el sexo de una joven
e imagina orgías en los diminutos ascensores
la patria juega en las sotanas de los curas
que esconden sus olores
y se sienta en las esquinas
para llorar
en los ásperos muslos de los linyeras




Gonzalo Vaca Narvaja

miércoles, 4 de abril de 2018

Mis voces

Me cobijo entre palabras
voyvengo de la patria con Gelman
y el entrañable Cortazar.
Salto en las breves aguas de Ungaretti
y percibo las heridas de Vallejo.
Soy el otro de Borges
los dados en el aire de Mallarme
y las flores malditas de Baudelaire.
No hay quién como Lorca
la música de Machado
y la pasión de Rilke
en las entrañas de Pizarnik.
Soy entre todos los rostros de Pessoa
la larga historia de los dioses de Cavafis
y la sangre de un México sin Paz.
Nada más heroico que Virgilio
ni más lúcido que el Dante.
Me cobijo con palabras
entre los hombres y mujeres que leo.

sábado, 24 de febrero de 2018

Hilos



I
Con el cuerpo de un águila en la espesura del cielo. Mis pasos en la noche. Mis pies latiendo bajo la superficie con voces dormidas en el recuerdo. Así mis primeros pasos. La lupa en los intersticios, en lo conocido del si me acuerdo.
Sobre mi la noche, las caricias y marcas de un amor escrito en la piel. Por lo demás desnudo. Tibio. Casi inocente; de esa manera camino entre los hombres y las mujeres. Apenas un roce del cuerpo y las preguntas. Un segundo apenas. Una puerta chirriante en medio de la nada.  Gotas en el suelo.
El hartazgo del universo, una ecuación que lo engulle todo hasta el cero coeficiente del aire que me impulsa detrás de toda puerta que esté dispuesta a abrirse y que no sea la expresión del sarcasmo carcelario. Allí me detengo y río con mi boca de cráter, de bomba y de guerra, engullendo el gesto último, la parálisis del asesino consumido en su propio invento, justificación o argumento genocida. 

Sobre las tórridas tardes del verano, inoculo venenos a las ratas y me río satisfecho de matar con palabras a todo insecto que se precie superior a un árbol.


II
Los muertos no cuentan. Nada queda. La vida es un torrente poderoso que lo engulle todo de manera voraz. Nada se detiene ni nada la detiene, tal es la lógica hambrienta y firme con la que arremete. Es vida. Solo eso. Nada hay fuera de ella. Sin otro valor que el movimiento, sin otra ética que el recorrido.

Nuestra historia la cuestiona desde el recuerdo. Los muertos son en la memoria mientras esta memoria exista y sobreviva. Si alguien aún pronuncia tu nombre ya ausente, hay una pausa, una cierta quietud ante el vértigo. Un intersticio de amor que detiene y cuestiona.

Gonzalo Vaca Narvaja

Un recorrido incompleto por el tiempo publicaciones


.

 Publicaciones


Crono/Atemporal.
Novela. Editorial Latinoamericana.(1982)

El desierto y las naves. Poesía. Narvaja Editor.

El fruto del cauce. Cuentos. Narvaja Editor.

Voces de otra orilla. Cuentos. Narvaja Editor.

Naves de la Cañada. Cuento para chicos. Narvaja Editor.

 El cuerpo. Poesías. Editorial Argos. (Año 2000)

La torre de las penurias.  Narvaja Editor.(Año 1998)

Córdoba Negra. Antología de cuentos. Narvaja Editor.

De los poetas, edición Municipalidad de Córdoba.(Año 1998)

Con tonada cordobesa y aroma a peperina.
EUDECORManual de lengua 4º año.
Graciela Acevedo de Salomón y Norma Mamondi.
Selección de textos de autores cordobeses.

El beso de Claudia
Narrativa año 2007

Inequidad de la noche. Poemas

Bajo la sombra de los talas. Novela. Año 2015.

Rastros de un pez bajo el agua. Plaqueta.

La espera de aquí abajo. Plaqueta 2018



Como editor:


Participante como expositor en Ferias del Libro Córdoba de manera constante y consecutiva. Años 1992 al 2003.

Participante como expositor en Ferias del Libro Buenos Aires de manera constante y consecutiva. Años 1992 al 2008.

Fundador y Director revista “La Luciernaga” 
Periódico de los chicos  Trabajadores de la calle, desocupados y sin techo
Nº 0 al Nº 5. 10.000 ejemplares mensuales.
                            
 “Duendes de la Cañada” Nº 1 al Nº 5. 1000 ejemplares.

 “Expresar” Nº 1 al Nº 10 500 ejemplares. (Año 1983)

 “Reportajes de Teatro” Nº1 al Nº3, 500 ejemplares.(Año 1986)
                       
 “Con el sol a Cuestas” Nº 1, 5000 ejemplares.

Director Editorial Municipal. Municipalidad de la Ciudad de Córdoba. Años 2000-2001.

Director Proyecto comunicacional para Gobernador Pizarro.
Localidad de Unquillo, en conjunto con Fundación  Frederick Eberth y
Municipio de Unquillo.(2002)
                                   
Director revista «El ventanal» desarrollada por vecinos de Gobernador Pizarro, números 1 al 25, revista mensual de 500 ejemplares.

Ha presentado libros en: Buenos Aires, Catamarca, Neuquén, Rosario, e interior de Córdoba.

Miembro Comisión Ejecutiva Organizadora de la Feria del Libro
Córdoba, por la Municipalidad de Córdoba 2000-2001.
                                   
Responsable de haber sacado la Feria del libro a la calle, instalando las carpas. 2001-2002

Consejo de redacción, Revista la Intemperie, Córdoba Política y Cultura.2004

Responsable de la sala de Literatura infantil en el Obispo
Mercadillo. Ciudad de Córdoba.Municipalidad de Córdoba 2000-2001

Jurado Premio Letras 98, conjuntamente con la U.N.C.

Organizador Concurso Barón Biza en el marco de la Feria de
Arte Córdoba 2001.

Jurado Premios Córdoba España. «Cabeza de Vaca».
Conjuntamente con Juán Carlos González. Año 2007.

Miembro de Café Cultura Nación, año 2007, Unquillo Córdoba

Coordinador revista “que te parece cooperativa adolescente de
comunicación. Año 2006.Número de 1 al 5.Año 2007.
Unquillo. 500 ejemplares mensuales.

Director Revista Literaria “En Boca” año 2006-2007. 300 ejemplares.

Revista Literaria “Decires”  Literatura año 2007. 300 ejemplares.



Actividad en medios  y  Gestión Cultural:


Revistas fundadas y dirigidas, autogestivas e independientes:

Expresar, 1984.
Duendes de la Cañada. 1996.
Con el sol a cuestas, 1997.
Entrevistas de teatro 1997.
La luciernaga. Números del 1-al 5.
Poesía en Boca, 2005.
El Ventanal. Revista comunitaria. 2001.
¿Qué te parece? Revista adolescente 2005-2006
Revista Decires. 2007.


Organizador encuentro anual de artístas Almafuerte, año 1999.

Responsable de la Editorial Municipal de la Ciudad de Córdoba. Años 2000-2001.
                                                          
Comite ejecutivo Feria del Libro Córdoba, año 2000 y 2001.

Representante por Córdoba ante la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, año 2004. Ponencia Día de Córdoba.
                       
Organizador encuentro «El ojo del martes» reunión de escritores año 2000.

Programa de radio semanal «El mundo se va a acabar» Junto a Sergio Schmugler. Radio Nacional Córdoba. Año 2005.

Consejo de redacción revista «La intemperie», Córdoba, Argentina.

Consejo de redacción Revista Educar de la UEPC:

Coordinador por concurso Cine Teatro Municipal Rivadavia, Espacio Incaa Km725 por concurso de antecedentes. Municipalidad de Unquillo. Año 2008-2009

Participante de varias ferias del libro.

                                              


Ponencias y conferencias


Ha participado en Mesas de poetas:

Publicación “De los poetas” del área de cultura de la Municipalidad de Córdoba.

Escuela de Lenguas, Universidad Nacional de Córdoba “palabras de poeta” (año 2006-2007).

Colegio de Escribanos; Gobierno de Córdoba “El presente de la poesía” año 2007.

Encuentro internacional de poesía, Universidad Nacional de Córdoba, año 2007, organizado Por la Dra. Miriam Pino.

-“La recurrencia de ser joven”. Ponencia presentada en la Municipalidad de Córdoba conjuntamente con Minoridad. Organizada por el C.I.P. acerca de la problemática del chico de la calle. Año 1996.

-Organizador jornadas Salud mental y literatura. Feria del libro año 1996. Instituto Bergman, hospital Neuro Psiquiátrico entre otros.

-Jornadas de periodismo Instituto Mariano Moreno. Radio Nacional de Córdoba. “La función del editor en Córdoba”. Año 2000.

-“Una Luz que se enciende” Entrevista revista CECOPAL. Como fundador Revista La Luciernaga. Año 1998.

-Mesa debate. “El rol de los escritores”Casa de los trabajadores (SIPOS).El escritor en Córdoba. Año 1996.

-Entrevista Revista Estudios Nº 4 Centro de Estudios Avanzados Universidad Nacional de Córdoba. Los adolescentes de los 70. Año 1994.

-“La odisea de Gutemberg” Entrevista Revista Punto Gov. Año 2001.

-Entrevistas varias en  Periódicos: La Voz del Interior y La Mañana de Córdoba.

-Revista EDUCAR Año 1 Nº 1 UEPC 2001.
Unión de Educadores de la Provincia de Córdoba.

-Revista La Intemperie N1 año 2003, Córdoba Argentina (consejo de
redacción)

-Panelista Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Año 2001.
«Crisis y literatura

Publicó en “la Perrogruyo”, revista española de Barcelona. Año 2003.

Revista Educar UEPC año 2007.

Ha presentado libros y revistas en diferentes Ferias del Libro.

Ha prologado numerosos libros: Griselda Gómez, Virgilio Zurlo, entre otros etc.

Panelista junto a Álvaro Izurieta en Café Cultura Nación, Unquillo 2007.

Publicó en revista Palabras de poeta. Año 2017.