I
Con el cuerpo de un águila en la espesura del cielo. Mis pasos en la noche. Mis pies
latiendo bajo la superficie con voces dormidas en el recuerdo. Así mis primeros pasos. La lupa en los intersticios, en lo conocido del si me acuerdo.
Sobre mi la noche, las caricias y marcas
de un amor escrito en la piel. Por lo demás desnudo. Tibio. Casi inocente; de esa
manera camino entre los hombres y las mujeres. Apenas un roce del cuerpo y las preguntas. Un segundo apenas. Una puerta chirriante
en medio de la nada. Gotas en el suelo.
El hartazgo del universo, una ecuación que
lo engulle todo hasta el cero coeficiente del aire que me impulsa detrás de toda puerta que esté dispuesta a abrirse y que no sea la expresión del
sarcasmo carcelario. Allí me detengo y río con mi boca de cráter, de bomba y de
guerra, engullendo el gesto último, la parálisis del asesino consumido en su
propio invento, justificación o argumento genocida.
Sobre las tórridas tardes del verano, inoculo venenos a las ratas y me río satisfecho de matar con palabras a todo insecto que se precie superior a un árbol.
Sobre las tórridas tardes del verano, inoculo venenos a las ratas y me río satisfecho de matar con palabras a todo insecto que se precie superior a un árbol.
II
Los muertos no cuentan. Nada queda. La vida es un
torrente poderoso que lo engulle todo de manera voraz. Nada se detiene ni nada la
detiene, tal es la lógica hambrienta y firme con la que arremete.
Es vida. Solo eso. Nada hay fuera de ella. Sin otro valor que el
movimiento, sin otra ética que el recorrido.
Nuestra historia la cuestiona desde el recuerdo. Los
muertos son en la memoria mientras esta memoria exista y sobreviva. Si alguien aún pronuncia tu nombre ya ausente, hay una pausa, una
cierta quietud ante el vértigo. Un intersticio de amor que detiene y cuestiona.
Gonzalo Vaca Narvaja
Gonzalo Vaca Narvaja
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