Tiresias
A Soledad Díaz
El médico se
dirigió a él.
-Bien – dijo,
la operación ha sido un éxito. Sin embargo usted ha quedado ciego.
No puede ser,
dijo el hombre contrariado, si puedo verlo.
-Eso es
imposible, dio el médico. Imposible. Recapacitó tal y como lo decían los
manuales sobre shocks y preguntó acerca del color de la corbata que llevaba
puesta.
El hombre
respiró profundamente y luego de describirla en forma pormenorizada, continuó
con sus pantalones, sin obviar sus prendas íntimas y hasta sus más oscuros
pensamientos.
Luego de esto
el médico guardó silencio.
-No puede ser,
dijo suspirando y abatido, al tiempo que revisaba los ojos del hombre con una
pequeña linterna que extrajo de su delantal.
-Es imposible.
Imposible.
El paciente,
más seguro de si mismo, describió el ambiente que lo rodeaba.
-Este es un
caso único, dijo el médico. Único.
Cuando lo
llevaba a su consultorio se deshizo de la mano del médico que lo conducía
dándole a entender que podía solo.
-La puerta
está con llave, dijo al médico frente a su consultorio. La tiene María, que ya
está entrando por el pasillo con otra paciente.
-Disculpe,
dijo María por detrás del médico, me puse la llave en el bolsillo sin querer.
¿Le pasa algo?...
-No, nada,
nada.
-Va a llover,
dijo el hombre. Una extraña tormenta se avecina. Es mejor que cambie de lugar
el auto.
-¿Mi auto?,
preguntó el médico.
-Si, el suyo.
María miraba
perpleja la situación. No entendía lo que pasaba, aunque adivinaba de gravedad.
-Deje que
entre a la habitación, yo ya regreso…
Cuando el
hombre se hubo sentado, María se dirigió a él preguntando.
Con una
sonrisa en la boca el hombre le a contó la historia de Tiresias. Ella
entendía menos.
-Bueno,
interrumpió, no debe avergonzarse de amar al médico, es un buen
hombre.
¿Cómo se
atreve?, dijo ella enfurecida. ¿Se da cuenta? Agregó dirigiéndose a la paciente
que estaba al lado suyo.
¿Se da cuenta?
-Van a tener
un hijo hermoso, continuó como si no hubiese escuchado nada de lo
dicho anteriormente…y lo llamarán Manuel.
María se sentó
con las manos en la cara y lloró dulcemente.
-¿Usted no
diga nada!, se anticipó el hombre al ver que la otra mujer se disponía a
intervenir. Debería darle vergüenza hacerse la enferma para llamar la atención
de su propia familia. La mujer comenzó a gritar en lo que parecía ser el
comienzo de un ataque de histeria.
-Grosero, mal
educado ¿quién le ha dado permiso para meterse en mi vida?
-Usted,
señora, usted me lo está pidiendo a gritos.
-Gracias, entró
el médico…
Cambié el auto
de lugar e inmediatamente el viento cambió y se desató una tormenta que
derribó un poste de luz…Pero ¿qué pasa?
-Nada, doctor,
nada
-Es su hijo,
contestó el hombre.
-¿Hijo?
-Sí, el suyo.
El médico
volvía a empalidecer, buscaba con sus ojos el rostro de María que lo esquivaba.
El hombre se
levantó de su asiento e hizo que el médico se sentara en su lugar. Se encaminó
a la puerta y se volvió.
-No se preocupe,
van a ser muy felices con Manuel. Por cierto, agregó, yo también me llamo
Manuel.
María alzó los
ojos.
El hombre
cerró la puerta y se perdió en la languidez de los pasillos de la Clínica….
Gonzalo Vaca Narvaja
Gonzalo Vaca Narvaja
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